El título remite a una situación propia de un juego.
Y es esa la idea sobre la que se estructura esta narración teatral: los grandes
temas de la humanidad, el amor, la tristeza, la muerte, las añoranzas del
pasado, lo incierto del futuro, lo ingobernable de la naturaleza, no son más
que piezas de un tablero infinito donde se desarrolla, de principio a fin, un
devenir lúdico. Así planteó Final de
partida el irlandés Samuel Beckett cuando la creó en 1957, idea fuerza que
está presente, si bien resignificada, potenciada y acaso también puesta en
crisis, en la versión de este clásico que ofrece el teatro San Martín, bajo la
dirección de un implacable Alfredo Alcón.
Al ingresar a ese
anfiteatro íntimo pero amplio que es la sala Casacuberta, una escenografía
llamativa y austera recibe al público: harapos, bolsas de arpillera, un par de
barriles oxidados a un costado, un sillón desvencijado y sobre ruedas, cubierto
por telas sucias, en el centro de la escena, todo regado de polvo. Tragicómica,
la presentación de esta obra tiene la capacidad de llevar a los espectadores de
un clima hacia otro de modo vertiginoso tantas veces como es posible, aunque sin
brusquedad ni saltos repentinos. El mérito es general: desde el libro escrito
por el genial Beckett hasta el último gesto de los actores. Pero sobresale
quien se erige como la columna vertebral: el ciego Hamm, interpretado por Alcón,
que postrado en su sillón móvil dispara incesante con una verba filosa,
reflexiva y ácida, sensible pero irónica.
Cuatro son los
personajes podridos, hedorosos, malditos y divertidos que componen esta pieza:
Además de Hamm, aparece Clov, su sirviente (encarnado por un Joaquín Furriel
que da todo de sí para estar a la altura, lográndolo intermitentemente), entre
quienes se va a desarrollar una tensa relación de amor y de odio. A un costado,
en los barriles entre la chatarra, moran Nell y Nagg, los padres de Hamm,
interpretados por los adorables Graciela Araujo y Roberto Castro, dos viejos
bizarros que se ríen a carcajadas de haber perdido las piernas en un accidente
de bicicletas y pasan sus días durmiendo, rascándose y chupando bizcochos. La
acción se desarrolla íntegramente en el interior de una casa en tiempo y lugar
indeterminados, aparentemente cerca del mar, un hogar polvoriento que parece
haber dejado atrás un pasado de gloria.
“¿No estamos a punto de
significar algo?”, pregunta Hamm a Clov, que responde incrédulo: “¿Nosotros?
¿Significar?”. El ánimo lúdico es aquí perenne.
Juego de sentidos, de palabras, de especulaciones, de matices y claroscuros, Final de partida no tiene por propósito
ofrecer respuesta alguna, sino fundamentalmente darse el gusto de tornar
liviano aquello pesado. Así lo explicó Beckett: “Final de partida será mero juego. Nada menos. De enigmas y
soluciones, ni una palabra. Para cosas tan serias están las universidades, las
iglesias, los cafés”
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