domingo, 22 de agosto de 2010

La culpa es del viento

La omnipresencia de un crimen en los bajofondos de un pequeño pueblo del interior. La traición mutua entre víctimas y victimarios es ley, en historias enhebradas por una prosa ajustada capaz de distribuir la creciente tensión a lo largo del relato. Tal es el itinerario que recorre Los restos mortales, la primera novela de Hugo Salas. En el texto, la muerte y el deseo se confunden en líneas borrosas, mientras que la densidad del ambiente preanuncia, inexorable, a la tragedia.
            Desde sus primeras líneas, la novela es efectiva. Con personajes más o menos marginales y ambientes a mitad de camino entre la luz y la sombra, la obra transita libre, crece y se afirma sobre el límite entre lo aparentemente normal y la locura con rasgos criminales. La trama nunca explota, y en ello reside su atractivo. Hay una violencia latente que se olfatea de modo constante entre las líneas y cubre el total de los intersticios de la narración hasta el punto en que lo simbólicamente violento gana el espacio de lo corriente.
Más allá de ciertos guiños autobiográficos rastreables, Los restos mortales se afirma por la consistencia de su historia. Heredera de los thrillers de provincia de Saer (Cicatrices, El limonero real), su estilo ágil y sostenido combina interesantes pasajes descriptivos con un lenguaje criollo y coloquial, sin caer en un forzado folclore ni en la saturación de color local. 
Salas, que trabaja como periodista especializado en cine, luce amplias cualidades estéticas en su debut en este género. Hay una escenografía que parece determinar el comportamiento de los personajes. Así, si en las primeras líneas se intuye que el pueblo “algo malo tiene”, hacia el final no quedan dudas: quienes lo transitan se tornan miserables, mientras que los que huyeron sienten no haberse librado nunca del castigo de sus vientos.

Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el   22 de agosto de 2010

domingo, 15 de agosto de 2010

Como bolas de flipper

Dos amigos y una chica despiadadamente atractiva habitan una fría Montevideo de fines de siglo veinte donde se monta un secuestro íntimo y un posible crimen. En Tobogán blanco, la tercera novela del uruguayo Gabriel Peveroni, Pablo, Nico y María (y sus aparentes dobles) se deslizan por la ciudad posmoderna “como bolas de flipper”, que rebotan inertes con un único destino posible: la caída al vacío de la propia existencia.
Fluye en el texto una conciencia acuciante que crece en la medida en que el relato se torna vertiginoso y sus límites se difuminan progresivamente. En tanto retrato de una juventud post caída del muro, la desesperanza nunca es colectiva, y la individualidad todo lo cubre. A la luz del sol reina el agobio de la rutina, mientras que por las noches el refugio son las discotecas y las drogas, como falsa madriguera para que los protagonistas, como personajes arltianos de la posmodernidad, profundicen sus miserias como única vía de escape.
En los últimos años, Peveroni despuntó como uno de los autores más destacados del teatro ríoplatense. Creador de obras como Berlín, El hueco y Groenlandia, estrenada en Nueva York en 2008, el autor construye una novela en la que los largos diálogos reflexivos intercalados con monólogos internos se imponen sobre las descripciones y la acción. El lenguaje lo es todo; hablar es la única forma para que deseos truncos, ideas suicidas y planes que rozan lo criminal logren apaciguarse antes de estallar. Como buen dramaturgo, Peveroni introduce al teatro como posible escape de un entramado con destino presumiblemente trágico.
Por momentos la angustia agobia, y el deseo plasmado en clave de martirio resulta excesivo. Sin embargo, el autor no esquiva el bulto, lo asume y lanza una advertencia desafiante: “toda lectura implica también una forma de morbo”.


Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el domingo 15 de agosto de 2010