domingo, 12 de diciembre de 2010

"Al mundo no le afectaría una huelga de escritores"

Hace treinta y cinco años que Lázaro Covadlo vive en Sitges, España, a donde viajó desde Buenos Aires al escape de la represión de la Argentina de los setenta. “Trabajé de parrillero, de camionero y de diariero, hasta que me decidí a volver a escribir”, recuerda.
En 1970 publicó En este lugar sagrado, a la que define como “una novela rara”. Entre ese año y 1987, Covadlo se mantuvo alejado de la escritura y abocado a la militancia en el movimiento humanista. “Mi paso por la secta duró 17 años, pero ya hace 23 que la dejé. Esa participación la entiendo como un pecado de juventud”, sostiene el escritor, que recientemente publicó en el país Criaturas de la noche (Libros del náufrago), una nouvelle ácida en la que no ahorra en satirizaciones de la vida moderna y con la cual ganó en Premio Novela Café Gijón en 2004.

¿Cómo fue la experiencia de volver a escribir luego de casi veinte años?

Cuando se vuelve a escribir después de algún tiempo sin hacerlo es como cuando uno vuelve a subirse a la bicicleta al cabo de muchos años. Al principio se avanza un poco inseguro, pero enseguida se agarra el ritmo.

En diversas reseñas y notas periodísticas se lo consigna como un autor especialmente afecto a los formatos narrativos cortos ¿Es así?

Disfruto de igual forma cuando despliego una narración más o menos breve que cuando me extiendo y alcanzo lo que la convención taxonómica llama “novela”. Mi última novela, publicada en España (Las salvajes muchachas del Partido) alcanza las 428 páginas, mientras que tengo cuentos cuya extensión no llega a la página y media. Supongo que cada tema requiere su propia extensión. Creo que la diferencia entre un cuento y una novela se podría parangonar con el hecho de hacer el amor de parado en el zaguán de la casa de la novia, o hacerlo en el mullido lecho de un hotel, después de la boda, la primera noche de la luna de miel. Las dos cosas dan mucho gusto, siempre y cuando las hagas bien, claro.

Usted reniega de la tradición de protesta de la literatura realista. Sin embargo, en Criaturas de la noche trabaja con personajes marginales y marginados. ¿Hay voluntad de intervención política y social en su literatura?

Supongo que la literatura tiene tantas opciones para intervenir en la cosa política como las que tiene la carpintería o la mecánica dental. Quizá menos, ya que los carpinteros y los mecánicos dentales cuentan con la posibilidad de ponerse en huelga. No creo que al mundo le afecte demasiado una hipotética huelga de escritores. Por supuesto que se puede introducir un panfleto en un texto narrativo, pero no creo que lo favorezca demasiado. Tomemos el caso de un gran escritor como lo es García Márquez. El tiene sus ideas políticas bien definidas, pero también tiene la sabiduría de no dejar que se cuelen en sus novelas. Al menos no con el formato de un panfleto. Ahora, si alguien quiere sacar consecuencias políticas y sociales de Cien años de soledad, puede hacerlo, pero claro, también se puede hacer con Blancanieves y los siete enanitos. Por otro lado, se ha dicho una y mil veces que el hombre es un animal político, lo cual no deja de ser cierto. Eso no quiere decir que un escritor creativo al sentarse a escribir se proponga: “Vamos a ver si me sale un texto con fuerte carga política y social”. Podría intentarlo, pero seguro que no le saldrá nada que tenga la calidad de una Madame Bovary.

Sin embargo, Madame Bovary tiene contenido social

Sí, pero no es artificioso, no proviene de la voluntad de Flaubert por mostrar una realidad social sino de su necesidad de volcar en la narración todos los demonios que lo muerden por dentro. Por otro lado, no es que reniegue de la literatura realista. Por el contrario, me fascina la literatura realista de Raymond Carver o Roberto Arlt, por poner sólo dos ejemplos. Lo que rechazo es esa cosa que existió en un tiempo y que dio en llamarse “realismo socialista”.

¿Cuál es el espacio que le otorga a lo satírico y lo irónico a la hora de crear historias?

Al ponerme a escribir no hay una voluntad clara de crear situaciones satíricas sino que éstas surgen a medida que se desarrolla el texto. No soy un autor que empieza a escribir con intenciones previas, sino que dejo que los hechos vayan saliendo por sí solos en el transcurso de la narración. Además, si uno escribe con humor o no, no me parece que sea algo que deba atribuírselo uno mismo. He conocido algún autor al que lo oí decir: “Mis novelas tienen humor”. Me sonó igual de mal que si hubiese dicho: “Soy muy buena persona”.

¿Está al tanto de la nueva narrativa argentina? ¿Cómo ve este momento particular de la literatura de su país de origen?

Sigo con mucho interés la narrativa argentina de los últimos tiempos. La narrativa de nuestro país siempre fue de lo mejor. Sigue siéndolo, ni más ni menos que en otros momentos.

¿Hay algún autor argentino que lo haya sorprendido especialmente en el último tiempo?


Hay muchos autores argentinos contemporáneos que me gustan bastante. Por ejemplo Fogwill, que murió antes de tiempo. Por ejemplo Guillermo Martínez, Martín Kohan, Beatriz Vingnoli, Samanta Schweblin, Patricio Pron. Si hablamos de sorpresas debo citar a dos en especial: Matías Néspolo y Daniel Riera. 





Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el 12 de diciembre de 2010

domingo, 3 de octubre de 2010

En busca del capitán Delirio

Es media mañana de algún día de diciembre de 1976. El Capitán Delirio, un hombre de casi cincuenta años, camina junto a su mujer por las calles de tierra de San Vicente, provincia de Buenos Aires. Cada uno lleva una bolsa en la mano, donde depositan la bosta que los caballos y las mulas dejan a su paso durante su tránsito por el pueblo conurbano. La huerta que con esfuerzo levantaron en la casita de las lagunas, refugio para un repliegue táctico, necesita su abono tanto como el Capitán Delirio -tal su nombre de guerra- necesita pensar en los próximos pasos. Los propios, los de sus compañeros, y los de la Orga, apelativo cotidiano con el que los militantes se referían a Montoneros, la organización de masas que contenía a la gran mayoría de la juventud revolucionaria de la Argentina y de la que Delirio (o Neurus, o Esteban, o Rodolfo Walsh) era oficial de Inteligencia.
Los últimos años habían sido difíciles para Walsh: entre la creciente cantidad de amigos y compañeros secuestrados por las fuerzas parapoliciales, primero, y por la dictadura, después (como el poeta, colega y amigo Paco Urondo, sobre cuya muerte hay un debate histórico todavía no saldado), el autor de Operación masacre debió enfrentar el amargo trago de la desaparición de su hija Victoria, también militante del peronismo revolucionario. Se sabe que en esos días de 1976 Walsh elaboró, con la disciplina y la meticulosidad del aficionado ajedrecista que fue, una serie de documentos críticos dirigidos a la conducción nacional de Montoneros que fueron conocidos como Los papeles de Walsh. Sin embargo, ¿cuánto se conoce sobre su rol específico como oficial montonero? ¿Cuánto sobre la metodología de trabajo de quien fue responsable de inteligencia de la guerrilla urbana más grande de América Latina? La investigación periodística Rodolfo Walsh, los años montoneros, de Hugo Montero e Ignacio Portella (directores de la revista Sudestada), y la novela El último caso de Rodolfo Walsh, de la docente y escritora Elsa Ducaroff obedecen, a través a estrategias diferentes aunque complementarias, a una necesidad de saber más acerca de aquel Walsh de mediados de los años setenta, sobre el que opera una suerte de velo histórico. 
“Adentrarse en las opciones militantes de Walsh es intentar comprenderlo en su extrema complejidad”, postulan Montero y Portela en la introducción de su trabajo, casi como una declaración de principios metodológicos vectores del libro, a la vez que sostienen que “el rol combatiente de Walsh inquieta, molesta, incomoda”. La perspectiva es sin dudas novedosa. Muchas son las investigaciones que lo abordan desde el alto contenido simbólico que representa su figura para el campo cultural. Motivos no faltan: se trata de uno de los mejores escritores argentinos, quizás el que trabajó más acabadamente con el género policial y la crónica (Operación Masacre vio la luz en 1957, nueve años antes que A sangre fría, de Truman Capote, considerada universalmente la publicación precursora del género non fiction). Es el mismo que realizó una elección netamente militante para su vida madura, el que escribió la Carta abierta a la Junta Militar y que murió disfrazado de jubilado, accionando el gatillo de una pistola calibre veintidós contra sus asesinos. La vieja discusión teórica acerca de los escritores latinoamericanos tensionados entre la palabra y la acción, desde Martí hasta Arlt, del grupo de Boedo a Neruda, vivió como nunca en las polémicas en torno a Walsh desde la vuelta de la democracia hasta la actualidad. Sin embargo, poco se profundizó en su costado más comprometido y militante.
La desaparición de figuras claves, la quema sistemática de documentación por parte de la dictadura, y el fuerte cerrojo informativo que por seguridad las organizaciones guerrilleras construyeron sobre sí mismas durante su pase a la clandestinidad, hacen que no abunden los datos acerca de los últimos años de Walsh. No obstante, los esfuerzos periodísticos y la recolección de testimonios que realizaron Hugo Portella e Ignacio Montero, junto a la construcción histórico-literaria de Ducaroff, aportan elementos que permiten un interesante acercamiento a la faceta que la historia solapó: el Walsh despojado de toda intelectualidad pretenciosa y romanticismo estereotipado, el guerrillero, oficial de inteligencia clandestino, combatiente por un socialismo que nunca llegó. 

El mapa y el viaje
Rodolfo Walsh, los años montoneros, de Montero y Portela, y El útlimo caso de Rodolfo Walsh, de Ducaroff, se publicaron recientemente y de modo casi simultáneo. El primero, una investigación periodística basada en el aporte de numerosos testimonios de boca de protagonistas de la época, constituye un valorable trabajo capaz de funcionar como hoja de ruta, tanto para transitar los últimos años de vida del autor de ¿Quién mató a Rosendo? como a la hora de leer la novela de Ducaroff.
El último caso de Rodolfo Walsh es un thriller de ritmo creciente en el que un detective, Walsh, aborda una riesgosa investigación con el fin de develar la suerte de su hija Victoria, que murió combatiendo contra la dictadura de Videla. En la novela, Ducaroff entremezcla y capitaliza para su propia trama personajes y situaciones de las ficciones escritas por Walsh. Así, el Coronel Konig, de Esa mujer, es una de las figuras clave de la novela, en esta historia que mantiene siempre presente el clima de época y recrea con efectividad la sensación de peligro constante que vivían los cuadros militantes durante 1976. Docente de literatura argentina, Ducaroff conoce los pormenores de la vida de Walsh en aquellos años y los introduce en su novela sin mayores preámbulos, sino como elementos de la narración.
 En éste sentido, Los años montoneros, de Montero y Portela, aporta un detallado compendio de situaciones, encuentros, discusiones y reflexiones de carácter político que rodearon al escritor y ocuparon su actividad durante los últimos años, los cuales permiten acercarse estrechamente a su figura y sus preocupaciones cotidianas. A través de una prosa histórica ligeramente novelada, ubicada en la tradición del mejor periodismo político argentino y con fuertes ligazones estilísticas con pesos pesados de la categoría como El presidente que no fue, de Miguel Bonasso, Ezeiza, de Horacio Verbitsky, o La voluntad, de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, Los años montoneros plantea interrogantes puntuales que van de lo general a lo particular en torno a la militancia montonera de Walsh. Los testimonios de Lilia Guerrero, Patricia Walsh, Verbitsky y Bonasso arriman la bocha a una respuesta acabada, puntualizan su labor política y regalan imágenes memorables, como la de Walsh junto a Juan Gelman y Paco Urondo unidos en un brindis con vino barato en la redacción del diario Noticias; aquella en la que junto a Lilia Guerrero levantan bosta de las calles de San Vicente, o la de un Walsh que, mientras busca con su equipo de radio interceptar las comunicaciones internas de la policía, contempla desde las oficinas vacías del diario las columnas de la jotapé rumbo al encuentro con Perón el primero de mayo de 1974. Estas escenas del “Capitán Delirio” en toda su magnitud potencian la lectura del protagonista de El último caso…, que de esta manera cobra fuerza y adquiere nuevas facetas. A su vez, el Walsh semi ficticio que delinea Ducaroff dota de matices psicológicos al que descubren Montero y Portela.
Ambas lecturas son complementarias. Leer El último caso… de modo simultáneo con Los años montoneros enriquece a ambas publicaciones en una coincidencia producto del celebrable nuevo revisionismo.      
   
Walsh y Urondo
“El traslado de Paco a Mendoza fue un error”, escribió Walsh en una de sus anotaciones personales que Montero y  Portela glosan frecuentemente en las páginas de Rodolfo Walsh: Los años montoneros. El trabajo de los directores de Sudestada abre nuevamente la página sobre el debate en torno al final del poeta Francisco Paco Urondo, sobre el que siempre rondó el fantasma de una reprimenda política por parte de la plana mayor montonera.  
En junio de 1973 Urondo fue desplazado de la conducción del diario Noticias, financiado por Montoneros y de cuya edición eran responsables, además de Paco (quien funcionaba como polea de transmisión entre la conducción nacional de la organización y la redacción), Walsh, Bonasso, Verbitsky y Juan Gelman. En mayo de 1976, luego de dos años de impulsar diversas iniciativas periodísticas dentro del sector de prensa de Montoneros, el poeta fue trasladado a Mendoza con la tarea política de reconstruir la regional de Cuyo. En ese entonces, se trataba del sector débil para la organización. Allí había sufrido con gran fuerza los embates del gobierno de Isabel Perón y López Rega. Sólo un mes bastó para que Paco Urondo, aquel poeta de lo cotidiano que dejó una importante obra enmarcada en la tradición de la mejor poesía argentina de la época, fuera acorralado por la triple A y se dispusiera a tragar la pastilla de cianuro en busca de una muerte más digna que la de la bala paramilitar.
            Walsh y Paco habían trabado una relación de profunda amistad, que iba mucho más allá del compañerismo militante. Al calor de los primeros años setenta, en los que florecía la esperanza y la posibilidad de una revolución, ambos escritores debatieron largamente acerca de su inserción en las estructuras militantes de la época. Los años montoneros capta vívidamente la angustia que sintió Walsh al enterarse de la muerte de Urondo: lo muestra llorando, en la oficina de Policiales de Noticias, por la pérdida de quien le enseñó “a compartir el arma de la crítica con la crítica de las armas”.   

Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el 3 de octubre de 2010

domingo, 22 de agosto de 2010

La culpa es del viento

La omnipresencia de un crimen en los bajofondos de un pequeño pueblo del interior. La traición mutua entre víctimas y victimarios es ley, en historias enhebradas por una prosa ajustada capaz de distribuir la creciente tensión a lo largo del relato. Tal es el itinerario que recorre Los restos mortales, la primera novela de Hugo Salas. En el texto, la muerte y el deseo se confunden en líneas borrosas, mientras que la densidad del ambiente preanuncia, inexorable, a la tragedia.
            Desde sus primeras líneas, la novela es efectiva. Con personajes más o menos marginales y ambientes a mitad de camino entre la luz y la sombra, la obra transita libre, crece y se afirma sobre el límite entre lo aparentemente normal y la locura con rasgos criminales. La trama nunca explota, y en ello reside su atractivo. Hay una violencia latente que se olfatea de modo constante entre las líneas y cubre el total de los intersticios de la narración hasta el punto en que lo simbólicamente violento gana el espacio de lo corriente.
Más allá de ciertos guiños autobiográficos rastreables, Los restos mortales se afirma por la consistencia de su historia. Heredera de los thrillers de provincia de Saer (Cicatrices, El limonero real), su estilo ágil y sostenido combina interesantes pasajes descriptivos con un lenguaje criollo y coloquial, sin caer en un forzado folclore ni en la saturación de color local. 
Salas, que trabaja como periodista especializado en cine, luce amplias cualidades estéticas en su debut en este género. Hay una escenografía que parece determinar el comportamiento de los personajes. Así, si en las primeras líneas se intuye que el pueblo “algo malo tiene”, hacia el final no quedan dudas: quienes lo transitan se tornan miserables, mientras que los que huyeron sienten no haberse librado nunca del castigo de sus vientos.

Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el   22 de agosto de 2010

domingo, 15 de agosto de 2010

Como bolas de flipper

Dos amigos y una chica despiadadamente atractiva habitan una fría Montevideo de fines de siglo veinte donde se monta un secuestro íntimo y un posible crimen. En Tobogán blanco, la tercera novela del uruguayo Gabriel Peveroni, Pablo, Nico y María (y sus aparentes dobles) se deslizan por la ciudad posmoderna “como bolas de flipper”, que rebotan inertes con un único destino posible: la caída al vacío de la propia existencia.
Fluye en el texto una conciencia acuciante que crece en la medida en que el relato se torna vertiginoso y sus límites se difuminan progresivamente. En tanto retrato de una juventud post caída del muro, la desesperanza nunca es colectiva, y la individualidad todo lo cubre. A la luz del sol reina el agobio de la rutina, mientras que por las noches el refugio son las discotecas y las drogas, como falsa madriguera para que los protagonistas, como personajes arltianos de la posmodernidad, profundicen sus miserias como única vía de escape.
En los últimos años, Peveroni despuntó como uno de los autores más destacados del teatro ríoplatense. Creador de obras como Berlín, El hueco y Groenlandia, estrenada en Nueva York en 2008, el autor construye una novela en la que los largos diálogos reflexivos intercalados con monólogos internos se imponen sobre las descripciones y la acción. El lenguaje lo es todo; hablar es la única forma para que deseos truncos, ideas suicidas y planes que rozan lo criminal logren apaciguarse antes de estallar. Como buen dramaturgo, Peveroni introduce al teatro como posible escape de un entramado con destino presumiblemente trágico.
Por momentos la angustia agobia, y el deseo plasmado en clave de martirio resulta excesivo. Sin embargo, el autor no esquiva el bulto, lo asume y lanza una advertencia desafiante: “toda lectura implica también una forma de morbo”.


Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el domingo 15 de agosto de 2010