martes, 15 de diciembre de 2015

Un eternauta post Nirvana


La amenaza latente del otro. El desconocido como misterio inquietante. La invasión inminente que siempre está por venir y nunca llega, hasta que llega. Puede decirse que Fractura expuesta, del correntino Walter Lezcano, es una nouvelle paranoica. El texto está basado en un peligro que crece como una mezcla de fatalidad, dejadez y mala suerte. El argumento puede resumirse de esta manera: un profesor de lengua y literatura relativamente fracasado, que odia su trabajo y cuya pareja de años está a punto de naufragar, comete un acto prohibido. A partir de entonces, es perseguido, por momentos casi linchado. Por eso, debe escapar, para lo cual su hermano le facilita una casa en una misteriosa localidad del conurbano bonaerense, semipoblada por personas extrañas, como una suerte de lejano oeste a la criolla. Allí, debe afrontar la invasión de seres desconocidos.

Fractura expuesta integra la colección Pulp, recientemente lanzada por Interzona. En los orígenes de la literatura moderna, es posible rastrear la existencia de formatos previos al inmaculado libro, fetiche de la era moderna. En la Argentina, hacia la segunda mitad del siglo XIX, el folletín sentó las bases para el desarrollo de una literatura nacional de alcance popular, antes limitada principalmente a una circulación entre el público reducido e ilustrado de la academia y los intelectuales ligados al estado y las instituciones literarias o sociales. De tirada periódica, accesible para el bolsillo del trabajador castigado por relaciones laborales premodernas y de temáticas que se movían entre la aventura, el drama y el misterio, textos vertebrales del esqueleto de la literatura argentina adoptaron originalmente ese formato. Tal es el caso, tal vez el más conocido localmente, del Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez. Los antecedentes en Europa fueron de renombre: Balzac, Zolá, Dickens, Conan Doyle. Todos ellos publicaron textos por entregas. En los Estados Unidos, el formato de consumo popular de literatura adoptó el nombre de Pulp: ediciones baratas, con una estética que hoy se asocia directamente con el comic posterior, circularon masivamente entre trabajadores y sectores sociales medios y bajos de las principales ciudades norteamericanas. Entre esas dos tradiciones, tamizado por el paso de un siglo de desarrollo literario, con sus vanguardias, hegemonías y contraculturas, aparece hoy esta colección, a cargo del escritor y especialista en literatura norteamericana Alejandro Soifer.

En Fractura expuesta, Lezcano  construye un conurbano donde se mezcla invención y realidad, fantasía y condiciones materiales de producción, política, cultura popular y derechos sociales con tiroteos, sangre y situaciones que bordean la temática zombi.  El espacio es surrealista: construcciones a medio terminar, descampados acechados por un enemigo desconocido, túneles misteriosos bajo la tierra, “amigos” enigmáticos e inexpresivos, borrachos y violentos, un puntero barrial de buena llegada a las fuerzas del orden y prédica chamuyera entre los vecinos. Realismo mágico y novela de misterio, este libro por momentos hace de Rodrigo, el docente quebrado por la cultura del no future, un eternauta post Nirvana, el antihéroe que mamó la teta de la caída del muro y el fin de la guerra fría.


Otro aspecto social del que se da cuenta en Fractura expuesta es la más cruenta de las guerras: aquella que se da al interior de un mismo estrato social. Cuando la lógica de los sectores de poder logra imponerse a través de la ideología y la cultura dominante, logra que los de abajo se maten entre sí, desatando una guerra intraclase. Y ahí surge el famoso negro que odia a los negros. Aquí aparece con claridad y es interesante ver cómo se las ingenia este joven narrador que creció y se hizo fuerte esquivando las balas de realidad que vuelan por los cielos de San Francisco Solano. 


Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el domingo 13 de diciembre de 2015

lunes, 16 de noviembre de 2015

La vida es una casualidad

El novelista venezolano Alberto Barrera Tyszka trabajó como enfermero en el Hospital Oncológico Padre Machado de Caracas, cuando a finales de la década de 1970 contaba apenas 18 abriles, en convivencia directa con pacientes que padecían cáncer genital, la mayoría de las veces con cuadros de gravedad irreversible. La reacción humana frente a lo inevitable es la principal inquietud de gran parte de su literatura, y de La enfermedad en particular. El protagonista de esta novela (ganadora del Premio Herralde de novela 2006, ahora editada en Argentina) es un médico que debe afrontar la noticia repentina de un cáncer terminal que acecha a su padre, al tiempo que es perseguido por un ex paciente, hipocondríaco y obsesivo, que establece una extraña relación epistolar con la secretaria de su consultorio. Desde allí, el autor traza una historia donde la vida cotidiana y los lazos familiares son puestos en cuestión. ¿Hasta qué punto eso que hacemos todos los días de modo automático no es en verdad un milagro, un artificio que corre el peligro de desvanecerse en apenas segundos?



Otro dato biográfico clave: Barrera Tyszka trabaja actualmente como escritor de guiones para novelas de la televisión mexicana. No sorprende. Su estilo es altamente visual. El caraqueño desparrama a lo largo de la narración diversos elementos que habilitan una figuración natural de la escena, sin mayores esfuerzos. Los gestos faciales, la definición de los rostros, los movimientos corporales, los tonos de voz, son elementos centrales para el pulso que cobra la prosa. El ritmo es veloz, las derivas reflexivas se administran bien a lo largo de la acción, que predomina y avanza, algo importante al momento de narrar una historia (no obstante, la literatura de nuestro tiempo prefiere pasar esto por alto a menudo).  


La enfermedad rema contra sí misma porque versa sobre un tema universal y a menudo lacrimógeno. Sin embargo, logra un equilibrio: sensible pero nunca cursi, ofrece un fresco de lo que rodea aquello que ocurre 1,8 veces por segundo en cada uno de los rincones del planeta: la muerte humana.  






Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el domingo 15 de noviembre de 2015

miércoles, 28 de octubre de 2015

El laboratorio circulante de Hebe Uhart

El título de De la Patagonia a México, el nuevo libro de Hebe Uhart, da la idea de recorrido ininterrumpido, de movimiento constante, de viaje místico y sostenido. Si a esto se suma al arte que ilustra la edición, con la imagen salvaje, desértica y rutera de la portada, no queda menos que esperar algo cercano a un guión de road movie. Una parte no menor de esa expectativa se cumple, en tanto la autora entra con curiosos ojos de escritora-niña a diversos poblados e indaga en sus costumbres, sus rarezas, sus historias y sus personajes. Falta el hilo conductor entre las locaciones, de las cuales quien narra se va sin más y no se sabe con precisión cómo llega. Al comienzo de cada relato, la autora ya se encuentra allí, dejando de lado por completo el trayecto que separa una locación de la siguiente. No es el libro de un viaje, sino un conjunto de textos emparentados por su condición de haber sido escritos durante el transcurso de una estadía transitoria. En un punto, se convierte en un diario de anotaciones en tierras lejanas. Dicho esto, De la Patagonia a México es un libro sumamente disfrutable. Uhart indaga curiosa, serena e incansable en cada terruño que visita. Busca ir hacia las expresiones culturales de moda y también sobre las tradicionales, no le teme a los cruces, va directo al hueso, allí donde se conserva y se innova simultáneo.


Más cómoda en el pago chico que en la metrópoli, donde se encuentra un tanto ahogada por la urbe, la autora logra plasmar en estos textos el pulso de la caminata, el ritmo de la conversación en la vereda, un acontecer espontáneo de las situaciones que se refleja efectivamente en la narración, con un tenor fresco, algo despreocupado pero sin perderse de nada. Los carteles en las calles, las costumbres y el habla de los habitantes, los eventos culturales locales y las formas que eligen los medios locales para traducir la realidad del pueblo son para Uhart valiosa materia prima de su literatura.
 
En Bariloche, logra transmitir el contraste social violento entre los barrios acomodados, la ciudad para el turismo, y la vida real de los habitantes de a pie, que mantienen cada una de las luces de colores que maravillan a los visitantes de la Patagonia. En pueblos de llanura pampeana, como Azul, Los Toldos y Villegas, capta un clima siestero y amable (aunque a veces distante con el extraño), en el que la voz de los pioneros adquiere especial importancia en el armado de una historia entre oral y escrita, que la autora busca revelar aunque sin ir a fondo, porque tal vez un café con mesitas en la vereda la inciten a sentarse a fumar y escuchar las conversaciones de la gente. En Corrientes y en Tucumán sigue la misma fórmula, pero en espacios más urbanos, lo cual explota en todo su esplendor primero en Asunción y definitivamente en México DF, donde la magnitud de todo lo circundante la apabulla y la lleva a añorar la vida pueblerina.


Los textos de De la Patagonia a México adoptan por momentos tenor periodístico. La voz del otro, la información, el dato duro y la contextualización de los personajes pintorescos o relevantes aparecen sosteniendo los pasajes subjetivos donde se plasman los sentimientos y puntos de vista de la narradora. El estilo informativo se complementa, además, con el uso de recursos propios de la literatura de ficción: la sugestión, la metáfora, la colocación de luces y sobras en distintos espacios de la escena, los pasajes del tipo punta de iceberg, dejando aspectos librados a la imaginación del lector, conforman textos genéricamente híbridos, y es allí donde reside su mayor atractivo. Uhart logra que esos distintos recursos fluyan con naturalidad y ninguno entre forzado. El reclamo indígena, el conflicto por la tierra, y por los recursos naturales, está siempre presente en los textos, como para que no nos olvidemos que la vida es pelea y la historia avanza tracción a sangre.




Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil el 11 de octubre de 2015

jueves, 10 de septiembre de 2015

Casas marcadas


La identidad barrial y la memoria urbana son rompecabezas de fichas muchas veces inhallables, otras tantas que encastran torcido. Un terreno ubicado en el límite entre Almagro y Once albergaba una quinta colonial que en sus cimientos contenía claves para desentrañar el pasado porteño. En 1998, un grupo de arqueólogos logró hacerse lugar entre las topadoras para excavar en busca de elementos ligados a la vida del virrey Santiago de Liniers. Pero encontraron otra historia.


El límite entre Almagro y el Once se convirtió paulatinamente, a lo largo del desarrollo amorfo y exponencial de la ciudad de Buenos Aires durante el siglo veinte, en una zona fronteriza y difusa. Su escenografía habitual la componían viejos terrenos del ferrocarril Sarmiento, galpones y depósitos -en una concentración de, por lo menos, varios por cuadra-, edificios centenarios -muchos de ellos abandonados y convertidos en hoteles familiares-, prostitución callejera, consumidores y transas, siempre con el aval silencioso y la mordida regular de la comisaría octava, famosa en la zona por su buena predisposición para la cometa, el negocio ilegal, la vista gorda y la atención parsimoniosa al vecino. Zona densamente poblada, donde casas viejas y edificios de departamentos familiares albergan mayormente a una clase media urbana pauperizada pero pujante -empleados, comerciantes, profesionales cuentapropistas, estudiantes de universidades públicas, músicos, periodistas, jubilados- que se quedó sin trabajo en los noventa, se organizó en asambleas barriales de actividad intensa en 2001/2002 y que se recuperó lentamente a partir de entonces, período desde el cual registró marcas de crecimiento económico: apertura de restaurantes de categoría donde había viejos edificios abandonados, la reinauguración de la emblemática confitería Las Violetas y la construcción de torres y edificios como parte de lo que se conoció como boom inmobiliario. Allí, en la línea divisoria entre el Almagro progresista de pasado tanguero y el Once de la mercadería trucha, los hoteles alojamiento, la terminal del fatal Ferrocarril Sarmiento y la República de Cromagnón, se ubica el terreno donde estuvo La Quinta de Lange: una enorme quinta cuya historia comenzó en el siglo XVIII, con una laguna natural en lo que hoy es la calle Maza, y un caserón colonial del que sobreviven apenas algunos ladrillos bajo las dos torres de departamentos que hoy afean la esquina. Su demolición fue silenciosa: a pesar de tratarse de una construcción de enorme potencial histórico, erguida sobre tierras abonadas por los pasos de varias generaciones, nadie detuvo a la empresa constructora cuando abrió con ganzúa el portón de hierro ancestral, sepultado bajo mil capas de ladrillo y enduido, para entrar con topadoras y tirar todo lo que hubiera adentro como si fuera basura. No estaba declarado sitio histórico, ni protegido por la legislatura porteña, ni nada similar. Pero un grupo de investigadores logró llegar para los postres, y gracias a ellos se conoce una parte esencial de la trama del barrio.

Detalle del arco original
El boca en boca ubicó allí, erróneamente, a la quinta del virrey Santiago de Liniers. En verdad, el emisario de la corona española y conde de Buenos Aires era dueño de otra porción de tierra, más grande, que estaba cerca. Pero no allí. La historia se puede escuchar aún hoy cuando al preguntar a los vecinos más antiguos de la zona qué había en ese terreno antes de la llegada de la empresa constructora que defecó los dos edificios actuales. La identidad barrial y la memoria urbana son rompecabezas de fichas muchas veces inhallables, otras tantas que encastran torcido. El terreno tenía oculta otra historia y tal vez algunas claves para desentrañar la Buenos Aires del siglo XIX, y cómo la ciudad se relaciona con su pasado: allí había funcionado el primer “asilo de huérfanas y señoritas”, también conocido como “Del buen pastor”, instalado por el Estado nacional, en un afán de contrapesar la beneficencia privada. También allí, en 1875, se fundó el primer Hospital de Niños, de breve vida en el terreno, donde atendían desconocidos jóvenes practicantes, como un tal José María Ramos Mejía y otro tal Ignacio Pirovano. Un año después comenzó a funcionar en el predio el primer hospital de Hidroterapia, una actividad completamente desconocida, de avanzada en el ámbito de la medicina de entonces, del cual se descubrieron por casualidad las antiguas piletas utilizadas por los hermanos Solá. Más tarde, la casa de tipo colonial con mirador, con un estilo arquitectónico mixto entre lo italiano y lo francés, se convirtió en edificio ocupado y conventillo. Sobrevivió en pie hasta entrada la década de 1980, cuando lo que se podía ver era una construcción indefinible, con espacios anexados en décadas diversas, sin homogeneidad alguna y con retazos de historia superpuestos en sus cimientos. En los años cincuenta, el indefinible Ernesto Sábato visitó el caserón en más de una oportunidad para de ambientar mentalmente una historia que más tarde se volvería famosa, acaso su mejor libro: Sobre héroes y tumbas.

Detalle del mirador, en el que Sábato
ambientó escenas de Sobre héroes...
Una trama única, pensé. Había vivido en la calle lindera con el terreno, el pasaje Lucero, durante casi veinte años. Gran parte de mi infancia, toda mi adolescencia y los primeros años de mi vida adulta transcurrieron con la presencia misteriosa de ese espacio a unos 50 metros de donde dormía. Más tarde, me pincharían el globo inflado con el componente mágico de la presunción: “Hay miles de estas historias en la ciudad. Sólo que, en su mayoría, nadie llegó a conocerlas”, me dijo el arquitecto Daniel Schávelzon, que encabezó el grupo de profesionales que, en medio de las topadoras, consiguieron los permisos para hacer excavaciones en el lugar.








“Vengan, que están tirando abajo la casa del Virrey Liniers”

Trabajos de excavaciones en el predio antes de la demolición
total de los cimientos de la antigua quinta de Lange
En 1998, un viejo teléfono de línea sonó fuerte en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA. Los ordenanzas recorrían con su lampazo los pisos del cuarto piso del pabellón III de ciudad universitaria indiferentes a la impaciente campanada. Del otro lado del aparato, una antropóloga e investigadora del CONICET, vecina de Almagro, estaba impaciente por dar la voz de alerta. Topadoras cansinas, pero sólidas, estaban tirándolo todo: “Vengan, que van a tirar abajo la casa colonial del Virrey Liniers”. En el Centro de Arqueología Urbana que dirigía y dirige el arquitecto Daniel Schávelzon no dudaron un segundo: tenían que conseguir el permiso necesario para hacer excavaciones arqueológicas antes del avance de las demoliciones. A través de algunas picardías, siempre dentro de la ley, dieron con el papel que los habilitaba a entrar con sus herramientas de trabajo. Iban a buscar material colonial, quizás pertenencias del virrey, de su familia, o de los mulatos que seguramente lo servían.  Pero a medida que avanzaron las jornadas de trabajo el objetivo inicial se iba desvaneciendo. Así lo explica Schávelzon: “La investigación histórica, tanto documental como iconográfica, hecha para este  trabajo demostró que la verdad era que el lugar nada tenía que ver con el virrey Liniers. Si bien el descubrir y difundir esto fue visto como una pérdida por muchos vecinos, porque duele la caída del mito, en cambio la arqueología histórica logró descubrir otra historia olvidada: la del primer  Hospital de Niños, el Asilo de Huérfanas, el inicio de la hidroterapia y su relación con el  higienismo, la historia de los Lange y, más que nada, la relación entre el edificio y Ernesto Sábato”.

Según relata Schávelzon en su libro Buenos Aires arqueológica, Sábato llegó hasta el lugar motivado por un confuso episodio policial ocurrido en marzo de 1956. Una vez allí, recorrió el caserón, donde quedó especialmente impactado por el mirador que protagonizaba la construcción. Ese mirador sería central entre las locaciones de Sobre héroes y tumbas. Públicamente, Sábato nunca precisó la ubicación de la casa que lo inspiró. El halo mítico, brumoso, que encierra todo el relato en la novela, se mantiene en todos los registros de la época en los que se le pregunta al autor por el argumento, su gestación y las locaciones. En el ensayo El escritor y sus fantasmas, de 1963, señala, corriendo 200 metros al oeste la ubicación real: “El mirador lo tomé de una antigua mansión en ruinas que está en Hipólito Yrigoyen casi Boedo”. Schávelzon no duda: “Yo tengo una carta del propio Sábato que dice que esa es la casa que usó para la novela”. Fin del pleito.
Vista de una de las esquinas en los años 70

¿Es posible tal negación del pasado? ¿Será que, a fuerza de demoliciones abruptas, desinterés cultural, desprotección legislativa y prevalescencia  de intereses económicos, se desconozca buena parte de la historia de la principal ciudad del país? “Hay una historia así en cada esquina –evalúa Schávelzon-, sobre todo a medida que uno se acerca al centro y al río. Grandes residencias antiguas, importantes, significativas, que las tiraron a la mierda sin ninguna conmiseración. Hay montones. Lo que lo hace un caso fuerte a esta quinta en particular es lo de Sábato. Eso fue una gran injusticia. Porque se sabía, Sábato estaba vivo, la casa estaba ahí. No nos dejaron poner ni una placa”. Los edificios apenas pisan el sector donde se encontraba el casco de la quinta, que podría haber sido conservada e incluso reconvertida. Pero nadie se interesó y cuando alguien sugirió la idea ya era tarde. Hoy, al pasar por la calle Virrey Liniers, es posible ver lo que se logró conservar: uno de los arcos de ladrillos del paredón que rodeaba la quinta original. Ninguna leyenda explicativa advierte que en esa pared descansa parte de la historia.


La Reyna del Plata

“Esa zona era marginal en la ciudad. No había un carajo. Estaba en el fin del mundo. No sería raro que al lado hubiera una laguna con patos. O un tipo ordeñando vacas. Eran sitios que todavía no estaban urbanizados“, define Schávelzon cuando se le pregunta cómo era el barrio a principios del siglo XIX. La historia oficial nos dice que, luego de los aluviones inmigratorios de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, Buenos Aires entró en una carrera ascendente de crecimiento demográfico, económico y cultural, convirtiéndose en un polo de atracción inevitable para todo el interior del país y los países vecinos. Lo que esa mirada no refleja es la contracara: hacinamiento urbano, especulación con la tierra, desplazamiento de los sectores más pobres hacia un conurbano de condiciones infrahumanas, terrenos que en su mayoría eran barriales (los de barro), y zonas bajas por donde no pasaban las carretas porque se quedaban varadas. Son los charcos de donde emergieron muchos de los barrios del Gran Buenos Aires. “La ciudad siempre fue un negocio –sentencia Schávelzon-. Por eso me hace gracia cuando dicen que se entrega la ciudad a las corporaciones, como si fuera un descubrimiento. Eso es la historia de la ciudad. La ciudad creció principalmente en base a la especulación”. 

-¿Pero no es correcto decir que en los últimos veinte o treinta años hubo una explosión de la construcción y de la especulación inmobiliaria?

-Sí, eso es así. Se triplicó en diez años el número de metros cuadrados construidos en la ciudad. El máximo autorizado para la construcción era en promedio de un millón de metros cuadrados, y llegó a tres millones. El 27% de las propiedades construidas en la ciudad de Buenos Aires, nuevas, no están habitadas ni alquiladas. Ni están a la venta. El problema habitacional no es de distribución, es mucho más complicado. No se soluciona simplemente distribuyendo los departamentos vacíos. El hábitat es un tema complicado, que obedece a razones profundas, políticas, económicas y sociales. Hay mucha propiedad vacía y el dueño no está fundido. Por eso no bajan las propiedades.


La patria chica

Único arco conservado de la construcción original
Corría el año 1991 y mis viejos se la jugaron: pidieron un crédito, se fueron del departamento de alquiler que compartíamos los cinco integrantes de la familia (mamá médica, papá psicólogo, hermano mayor adolescente, hermano del medio que daba sus primeros pasos en la escuela primaria –quien esto escribe- y hermano menor en el jardín de infantes) y compraron una casa vieja destartalada ubicada en el pasaje Lucero. Para los pibes, se trataba ni más ni menos que del paraíso: cuartos enormes, galería, un patio central donde atajar con el buzo del mono Navarro Montoya manejando un camión, un árbol gomero gigante como centinela de ese solar que parecía detenido en el tiempo. En la esquina con la avenida Hipólito Yrigoyen, un enorme baldío cercado por paredones que impedían ver qué había adentro, dominado por cientos de gatos, se erigía como una presencia misteriosa. Los más chicos del barrio caminábamos siempre por la vereda de enfrente, no sin algo de temor por lo que ocultaban esos muros escrachados con inscripciones políticas despintadas por la lluvia y el viento. ¿Qué había ahí? ¿Por qué se adivinaban restos de una construcción que parecía extrapolada de otro lugar, de otro tiempo, de otra dimensión?

Una noche, alguien compartió en Facebook el mapa interactivo del Centro de Arqueología Urbana. Instintivamente, busqué las calles donde estaba (y aún está, aunque reciclada) la casa de mis padres. Al hacer click, una larga serie de vínculos se abrió ante mi vista azorada. Esta historia, donde se cruzaba el pasado de la ciudad y del barrio con la literatura del siglo XX, estaba allí plasmada, inmóvil, casi silenciada. “Nunca nadie me había preguntado por esa casa”, dice Schávelzon, mientras caminamos las calles irregulares de Núñez, cuyo extraño desfasaje se debe a las reglamentaciones vigentes cuando lotearon la zona, que obligaba a hacer una plaza cada diez cuadras, según me cuenta. Y así, nos perdemos en esa historia, que amenaza con extraer del cono del silencio el pasado de otra zona de una ciudad cuyo devenir histórico está enhebrado con el hilo de las tramas ocultas. 



lunes, 13 de julio de 2015

El pianista que quería ser escritor

Los autores consagrados son presentados en ocasiones como entidades uniformes sólo a través de su obra, dejando en segundo plano los avatares de sus vidas. La biografía, como género literario, es desdeñada con frecuencia por los formadores de opinión en materia de libros. Generalmente se le achaca detenerse más en aspectos biográficos, sentimentales y espirituales, fortuitos o curiosos, que en el análisis específicamente literario de la obra del autor. Según ciertas líneas críticas¸ los aconteceres vitales que atraviesa un escritor al tiempo que escribe la obra que se analiza son mundanos, menores. Así, el nombre propio impreso en lomo y tapas se traslada muchas veces de modo casi mágico, borrando en ese acto de sentido sus marcas biográficas, hilachas de humana imperfección que toda persona arrastra.


Afortunadamente, investigadores múltiples entendieron que  obra y vida son inseparables y que, siempre y sin excepción, entender más sobre la formación, el entorno, el contexto histórico y político, los ambientes que frecuentó un autor a lo largo de su vida, enriquece de modo exponencial la lectura de su obra. Tal es el caso de Felisberto Hernández. Vida y obra, del uruguayo José Pedro Díaz. Se trata del estudio más completo existente acerca de los avatares biográficos, y también literarios, del escritor montevideano.       
Separado en dos grandes apartados, uno enfocado en el aspecto biográfico, familiar, amoroso y sentimental de Felisberto, otro centrado en la obra del autor desde una perspectiva crítica, este estudio ofrece un panorama amplio de los temores, angustias, alegrías, fracasos y victorias del autor, en gran parte a partir de su propia palabra o la de sus íntimos. José Pedro Díaz ofrece al lector un recorrido desde el nacimiento hasta la muerte a través de las distintas correspondencias que mantuvo con las mujeres que protagonizaron sus principales relaciones afectivas. Lo primero que destaca en este sentido tiene que ver con lo tortuoso que fue para Felisberto Hernández llegar a convertirse en escritor, principalmente por haberse enfocado durante toda la primera etapa de su vida en ganarse su sustento diario como concertista de piano, pero también porque lo dominaba una necesidad imperiosa de aceptación de parte del ambiente de las letras, siempre reacio a aceptar miembros nuevos y sin apellido en su club.
No dejan de sobresalir datos acaso curiosos. La participación ocasional de Felisberto en nucleamientos políticos anticomunistas, en defensa del individualismo y de la “libertad en el arte”, es uno de ellos. Sus avatares de la mano de Jules Supervielle, otro. Pero la historia de su tercera esposa María Luisa De Las Heras, española y cuyo nombre de pila real era África, es la perla de la biografía. Esta mujer, a la que el escritor conoció durante su viaje cultural a París (aquel que todo escritor con voluntad de consagrarse en “el ambiente” debía realizar) era un alto mando de los servicios secretos de la Unión Soviética, quien se casó con él con fines netamente políticos e instrumentales. El libro de Díaz deja abierta la puerta, incluso, a la idea de que esta mujer fue clave para el asesinato de Trotsky, enviando información clasificada desde América Latina, lugar al que había podido ingresar legalmente gracias a su matrimonio con Felisberto.
En cuanto al análisis literario, José Pedro Díaz hace un recorrido pormenorizado de todos y cada uno de los textos literarios producidos por Hernández, partiendo de la hipótesis de su carácter inusual: “Ni el modo en que esta obra se gestó, ni su índole, ni la audiencia que tuvo, ni siquiera su encuadre generacional, son frecuentes”, señala el autor del estudio.

Vale la pena perderse entre las hojas de este libro, que supo deslumbrar a Julio Cortázar, un estudio  rico en información que deja una imagen compleja de Felisberto Hernández, exponiendo las contradicciones de un escritor central para la narrativa rioplatense.


Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil

miércoles, 3 de junio de 2015

Gonzalo Unamuno: "Mi personaje es un perfecto hijo de puta"

Acaba de publicar Que todo se detenga, su primera novela. En ella retrata a un exkirchnerista militante, luego quebrado y devenido nihilista. En diálogo con la Agencia Paco Urondo, habló sobre los puntos nodales de su texto y sobre una paradoja aparente: un escritor ligado a la política y al peronismo escribe una novela sobre un personaje alejado de esas tradiciones.
A la manera del Erdosain arltiano, Germán Baraja, el protagonista de Que todo se detenga, la novela debut de Gonzalo Unamuno, es un desclasado. Esto no implica que no pertenezca a clase social alguna, sino que la propia noción de clase no lo lo contiene ni interpela. Una miseria emocional y afectiva, un sentimiento de fobia social, bañan los ojos con los que mira todos los espacios que habita y transita. El único camino que Baraja concibe es la profundización de su propia miseria: por eso, se dedica con persistencia a la coca (siempre tiene espacio y tiempo para otra raya) y a recorrer la ciudad como un flâneur cargado de ironía y desprecio, que todo lo mira desde una distancia suficiente para no sentir atisbo alguno de cercanía con el sufrimiento ajeno. Incluso su familia, inmersa en problemas de salud, resulta para el protagonista más un estorbo que un espacio de pertenencia. La patria, la familia, la ciudad, el barrio, la política: todos temas menores para un Germán Baraja que ya está de vuelta de la vida.
Que todo se detenga es una novela que levanta polvo por varias cuestiones. Por un lado, el hecho de que un escritor como Unamuno, ligado a la política y al peronismo, retrate a un muchacho quebrado, otrora kirchnerista, devenido nihilista, colonizado por una filosofía no future. Incluso, en la contratapa de la novela, el editor de Garlerna Gonzalo Garcés señala que se trata de “la primera novela del postkirchnerismo”, afirmación que da por sentado que el kirchnerismo tiene fecha de defunción establecida. Pero además, el texto dialoga irónicamente con muchos de los discursos sociales que circulan a través de las redes sociales, principalmente en la juventud, sus estereotipos, sus formas de ser rebelde, sus maneras de distinguirse frente al otro, los preceptos del feminismo, el folklore militante y la épica kirchnerista. En diálogo con la Agencia Paco Urondo, el escritor se refirió a la génesis del libro, y no esquiva el pelotazo cuando se le pregunta por algunos de sus efectos de lectura.
Agencia Paco Urondo: ¿Cómo fue el proceso de escritura de Que todo se detenga?
Gonzalo Unamuno: El proceso de escritura fue agotador. La fui puliendo palabra por palabra, incluso la grabé en voz alta y más de una vez la dejaba sonar mientras dormía. Es exagerado decir que demoré siete años, porque hice y publiqué otras cosas en ese tiempo, pero lo cierto es que la novela me demandó siete años. No la concebí tal como se publicó. Tenía el doble de páginas, que finalmente saqué porque no aportaban nada a la historia, se perdían en personajes y recursos que hacían de atenuantes para la gran denuncia de Germán, pero entendí que la historia no podía ser otra que la que está en el libro: Germán Baraja, en primera persona, disparando contra el mundo.
Agencia Paco Urondo: En la novela se observa un personaje muy alejado de cualquier noción colectiva, enfocado en sí mismo, peleado con la cualquier idea o situación que implique comunidad. ¿Qué buscaste al hacer de Baraja, un resignado, el sujeto central de la historia? Esto sin dudas habilita lecturas, comparaciones, contrastes con una realidad en la que mucha gente compró esa filosofía del no future que se instaló junto con el neoliberalismo.
G. U.: Exacto. El personaje está imposibilitado para formar parte de cualquier tipo de colectivo. Es un a-social, un frustrado del Yo, un autodesplazado que encuentra en la victimización la última carta que jugar, justamente porque es un deshecho de los 90, del neoliberalismo como se lo vivió acá.
Agencia Paco Urondo: ¿Por qué elegiste construir un personaje tan antipolítico, siendo vos, el autor, un tipo vinculado a la política?
G. U.: Por salir de la comodidad que me implica hablar desde donde yo estoy parado y porque veo que hay una exacerbación de “personajes políticos” en nuestro tiempo. Pero sobre todo porque buscaba que tuviese las características de alguien invulnerable. Una persona que quiere algo, que se involucra afectiva o emocionalmente, ya es vulnerable. Y yo hice un perfecto hijo de puta. Por eso no es únicamente anti político; es anti madre, anti amor, anti vos.
Agencia Paco Urondo: También se puede leer mucha ironía por parte de Beraja respecto de una serie de discursos que circulan actualmente, principalmente a través de las redes sociales. ¿Hay una crítica a tu propia generación ahí?
G. U.: Más que una crítica es una provocación que sí trae aparejada la crítica. Él toma los discursos dominantes y desde ellos señaliza.
Agencia Paco Urondo: ¿Cuánto hay de Gonzalo Unamuno en Germán Baraja?
G. U.: Eso es difícil de responder. Parafraseando a una filósofa contemporánea como es Karina Jelinek, te digo: lo dejo a tu criterio. Hace poco dije en una entrevista que yo soy el principal agredido por Germán Baraja. Soy peronista, amo a mi madre, a mi mujer y a mi familia, soy muy amiguero. Todas cuestiones que Baraja repudia y ataca. Sí hay una coincidencia no menor respecto al equipo de fútbol: ambos somos de Independiente. La camiseta no se cambia ni en ficción. Es así.
Agencia Paco Urondo: Solés decir que “el peronismo es el gran acontecimiento literario argentino”. ¿Podés explicarnos un poco esta idea? A su vez, ¿hay una forma “peronista” de escribir, hacer y pensar la literatura?
G, U.: Sí, es una idea que sostengo. El peronismo se convirtió en una literatura argentina, en un acontecimiento literario. Es un mito. Cuando Perón aterriza al centro de la escena en el 45, lo hace en clave mitológica, cuya tradición y construcción, como todos sabemos, es oral. Él totaliza, es una suerte de semi dios que supone para el país una gran explosión que en lo literario rompe con las instituciones, las jerarquías, los prestigios de esa “República de las letras” que pretendieron Echeverría, Mármol, Mansilla, Sarmiento, Lugones. Y lo hace no solamente porque incorpora a los desclasados, los invisibles, sino porque con esa incorporación reformula para siempre el lenguaje, la matriz comunicacional de los argentinos. De ahí se desprende la idea. Jauretche decía “El pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria” El peronismo es quien recoge todas esas botellas. Y por último, no creo que haya una forma peronista de escribir, y si la hay, carece de luz propia, es solo un acto reflejo.
Agencia Paco Urondo: En algún lado alguien dice que la tuya es “la primera novela del postkirchnerismo”. ¿Vos compartís esa idea?
G. U.: Es una idea que está circulando. Está en la contratapa del libro. Creo que es una declamación valiente, arriesgada, pero hay que esperar unos meses todavía para saber cuán acertada o equivocada es.
Agencia Paco Urondo: En los últimos años se multiplicó la aparición de textos y autores de narrativa. ¿Tenés algún tipo de análisis del estado de la narrativa actual argentina? ¿Leés novedades? ¿Qué relación tenés con lo que desde algunos lugares se denominó “nueva narrativa”?
G, U.; Creo que lo que se multiplicó, más que la aparición de textos, es la visibilidad de la obra de esos autores, porque se está escribiendo bien y, un dato no menor, la literatura argentina contemporánea encontró su lugar en el mercado, lo que viene a decir que hay muchos lectores. El análisis del estado de la narrativa actual lo dejo para cuando sea el momento de hacerlo, todavía es temprano. Ahora hay que escribir. Novedades leo permanentemente y tengo una relación muy fluida con lo que se denomina Nueva Narrativa, sobre todo con quienes encabezan ese fenómeno, como Enzo Maqueira, Luis Mey, Iosi Havilio, Juan Sklar y varios colegas más.
Publicado en Agencia Paco Urondo

lunes, 18 de mayo de 2015

Arriesgar la vida para sentirse vivo

El periodista y editor de la revista Anfibia Federico Bianchini acaba de publicar Desafiar al cuerpo. Del dolor a la gloria, una recopilación de sus crónicas centradas en los casos de deportistas que se someten a esfuerzos físicos y mentales extremos movidos por una extraña pulsión vital. 


Un hombre que nada 88 kilómetros. Otro que desbarrancó durante una carrera de aventura y quedó inmovilizado entre rocas a punto de caer a un precipicio. Otro que vivenció como rescatista la peor tragedia del andinismo nacional, cuando en septiembre de 2002, en el Cerro Ventana, cerca de Bariloche, nueve estudiantes de educación física murieron por una avalancha. Otros dos que dejaron a un lado sus anhelos de record mundial para socorrer a otro alpinista en pleno Himalaya. Otro que corrió casi ocho horas sin parar través de un salvaje terreno patagónico. Una nadadora de aguas abiertas que cruzó el canal de Beagle, el Canal de la Mancha y unió las islas Soledad y Gran Malvina, sin trajes de neopreno ni asistencia respiratoria. Otro hombre con nueve stents, varios infartos y operaciones cardíacas, que no puede dejar de hacer deporte extremo. Estas son algunas de las historias sobre las que escribe el periodista Federico Bianchini en Desafiar al cuerpo. Del dolor a la gloria, un compendio de crónicas de largo aliento relatadas desde la primera persona de los protagonistas, que pone en jaque la mirada tradicional que el periodismo aplica sobre el deporte.

A través del ejercicio del periodismo narrativo, Bianchini indaga en los aspectos más frágiles y humanos de la práctica del deporte de alta exigencia, y se pregunta qué pasa cuando se llevan al límite las capacidades del cuerpo y se coquetea con la muerte. En diálogo con Agencia Paco Urondo, el autor cuenta cómo concibió estos textos y su mirada acerca de los extraños casos en los que hace foco.

Agencia Paco Urondo: ¿Cómo surgió la idea de escribir sobre la experiencia de diversos sujetos en relación con el deporte extremo?  ¿Qué es lo que te atrae de esa temática?

Federico Bianchini: La idea del libro surgió después de una charla con Nicolás Cassese, amigo y editor de la revista Brando. Comentábamos dos cosas: que los deportes extremos no suelen cubrirse y que las coberturas de deportes suelen ser demasiado breves, centradas en los resultados, en el desenvolvimiento de algún jugador, en la opinión de un técnico, pero no en todo lo que hay detrás: el entrenamiento físico y mental de personas que dedican su vida a tratar de mover su cuerpo de una manera determinada. La primera fue la carrera de aguas abiertas más larga del planeta: 88 kilómetros entre Hernandarias y Paraná. Y siguieron otras: un tetratlón, una carrera de noventa kilómetros, un rescate en el Everest. Me interesaba tratar de entender qué siente una persona que corre durante seis horas sin parar o nada durante ocho horas y media sin detenerse. ¿Por qué lo hace? ¿Qué lo lleva a exponerse mental y físicamente a ese desgaste? Porque en general lo que obtiene el que gana no pasa por algo material, porque los premios suelen ofrecer muy poca plata, ni por el reconocimiento de otros, porque el círculo en el que se mueven en muy reducido: en este tipo de deportes, uno compite contra sí mismo y la retribución viene por ese lado, es muy interior.

APU: Después de haber seguido a tantos deportistas, ¿por qué creés que muchas personas insisten en ponerse a prueba hasta llegar a niveles límite de exigencia física, incluso coqueteando con la muerte?

FB: Creo que hay tantas respuestas a esa pregunta como deportistas practican deportes. Que cada uno lo hace con una motivación diferente y por causas que en algunos casos se acercan y en otros hasta se podría decir que se oponen. Muchos de los entrevistados me contaban que al hacerlo que hacen siente que el “estar vivo” se pone en acto. Que es en ese momento, nadando en el río, corriendo en el bosque o subiendo una montaña, cuando sienten que esas dos palabras pasan de ser un concepto abstracto y repetido a transformarse en una sensación, física y placentera.

APU: ¿Qué tienen en común entre sí los protagonistas de estas crónicas?

FB: Es curioso que muchas veces me hacen esa pregunta, que es justamente lo contrario a lo que yo traté de encontrar. Yo intenté buscar qué diferenciaba a estos personajes. En principio del resto de los mortales, lo cual queda a la vista ya que ninguno de nosotros suele correr 90 kilómetros sin detenerse, y luego de otras personas que hicieran algo similar. Hay un libro del cronista peruano Julio Villanueva Chang que tiene un título insuperable: “De cerca, nadie es normal”. Yo traté de acercarme a estas personas para entenderlas y buscar, en sus respuestas, sus expresiones, la manera en la que se movían en el terreno, las motivaciones que los llevaban a eso. Es cierto que hay ciertos ejes que recorren las crónicas: el desafío a la muerte, la puesta a prueba del cuerpo en cada situación, la búsqueda de ciertos límites. Y que cada uno de ellos tiene una impresionante capacidad de sobreponerse al dolor físico y anímico, de no detenerse frente a las dificultades que se les fueron planteando, ya sea en una carrera de varios kilómetros o en la vida. Pero me parece que lo interesante no suele ser lo que homogeneiza a un grupo de personas sino los detalles que las hacen distintas.

APU: ¿Por qué elegiste contarlas de esa manera, a través de ese giro narrativo que es poner al protagonista de la historia hablando en primera persona, alejándote de uno de los recursos más usados en el periodismo narrativo, como es la mirada del cronista?

FB: Se me ocurrió que la primera persona era el registro retórico más efectivo para poder transmitir las sensaciones, el dolor de estas personas. La primera persona del cronista no tenía sentido. En la historia épica de un hombre que nada en un río durante casi ocho horas y media, con dolores en el cuerpo, vomitando y haciendo pis y caca sin detenerse y que al llegar a la meta, vomita y se desmaya por una baja de presión. El periodista que iba junto al fotógrafo en un botecito no es significante. El problema técnico que trae aparejada la primera persona es que hay cosas que uno no puede contar. Uno no piensa “estoy escribiendo estas respuestas para una entrevista” sino que lee las preguntas y piensa en qué respondería. A medida que lo hace, va tipeando. Hay muchos datos que quedan afuera. Por eso, en algunos casos, usé la tercera persona para poder complementar las sensaciones y los pensamientos de los personajes con más información.

APU: ¿Te dejó enseñanzas trabajar en estas crónicas? Me refiero al plano personales antes que al profesional.

FB: Por un lado, la pasé muy bien: ya que cada crónica implicaba un viaje. Generalmente, este tipo de carreras suele hacerse en lugares increíbles: en un lapso de tres años fui a San Martín de los Andes, Esquel, Villa La Angostura, El Bolsón, Bariloche, Hernandarias, Paraná. Luego, conocí muy buenas personas con quien sigo en contacto: María Inés Mato, Damián Blaum, Daniel Feraud, el Clavo Aguirre, con ellos y con los demás sigo en contacto ya sea por mail o por haberme encontrado alguna vez a tomar un café.

APU: ¿Y profesionalmente?  ¿Qué le puede aportar a un periodista arriesgarse a trabajar con géneros más narrativos?


FB: Me parece que el periodismo narrativo es un buen campo para jugar con las palabras, los puntos de vista, las cacofonías, aliteraciones y metáforas.  No sé si “arriesgarse” es la palabra. Yo lo tomé más como un juego: ¿De qué manera podría contar esta historia para que el lector sienta lo que sentía este corredor o este narrador en ese momento? Se me ocurrió que la primera persona podría llegar a funcionar: si lo logré o no, es algo que le parecerá al lector.  


lunes, 11 de mayo de 2015

Caso Antillanca: la hora del pueblo



Se estrenó Un paisaje de espanto, el documental codirigido entre Daniel Riera y Mauro Gómez que desentraña los brutales casos de violencia policial hacia jóvenes pobres sucedidos en Trelew, Chubut, con el asesinado de Julián Antillanca, joven de 20 años matado a golpes en 2010, como caso paradigmático. El 2012, los policías señalados como responsables fueron absueltos. Pero la Corte Suprema ordenó un nuevo juicio para este año.


“Hallaron muerto a un joven de coma alcohólico”. El titular fue publicado por un periódico local de Trelew apenas horas después de que vecinos se encontraran en plena calle con el cadáver de Julián Antillanca, un joven de 20 años de edad que había salido a bailar con sus amigos la noche anterior. Era el 5 de septiembre de 2010, y el desarrollo de aquella nota, publicada sin firma, se dejaba en claro que la versión de muerte por consumo excesivo de alcohol era la ofrecida por la policía local como toda explicación ante lo que parecía una tremenda paliza: múltiples traumatismos en la cara, cabeza y cuerpo de Julián hicieron pensar a su familia y sus amigos que lo habían matado a golpes. Una testigo clave aportó el testimonio que cerraba la escena: Antillanca había sido brutalmente golpeado por cuatro agentes de la policía local en un descampado, y luego arrojado desde un patrullero junto al paredón donde lo hallaron sin vida. Los cuatro policías de Trelew señalados por la testigo como los autores del hecho fueron absueltos durante un juicio en marzo de 2012. Sin embargo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictaminó que deberá realizarse un nuevo juicio por el caso Antillanca por haber sobrados elementos que señalan a los agentes como los responsables materiales por la muerte de Antillanca. El juicio se espera para este año.
“La voz de la policía es la que prevalece habitualmente, la que más se escucha siempre en los medios. Era hora de que hablen sus víctimas”, dice el periodista y escritor Daniel Riera, guionista y uno de los directores de Un paisaje de espanto, el documental recientemente estrenado que reconstruye el caso de Antillanca y deja expuesta la responsabilidad de la policía local en su muerte, así como también la complicidad judicial y política para encubrir a los asesinos. El largometraje muestra además, desde la óptica de los sectores populares de la ciudad chubutense de Trelew, cómo la policía local instauró una suerte de estado del miedo en los barrios pobres a través de una serie de golpizas, asesinatos y desapariciones arbitrarias. Entre el material que revela Un paisaje… aparecen imágenes de poderosa carga simbólica y narrativa, como el estado del cuerpo de Antillanca horas después de morir asesinado –imágenes sorprendentemente tomadas por César Antillanca, padre de la víctima, que buscaba material para sustentar su oposición a la hipótesis del coma alcohólico- y las declaraciones de los acusados en el juicio que terminó absolviéndolos.

Agencia Paco Urondo: ¿Por qué pensaste en contar la historia a través de un documental, siendo vos un periodista de gráfica?

Daniel Riera: No tengo idea. Quizá porque me pareció muy pero muy importante y una película es algo, por así decirlo, “imponente”: tiene más llegada y es más duradera que una nota en un medio.  Lo decidí en la misma noche, en la misma cena en la que me interioricé sobre el caso. Y felizmente encontré con el tiempo a Mauro Gómez, un amigo cineasta con el cual formamos la dupla que codirigió esta película.

APU: ¿Cómo fue el proceso de filmación? Durante ese tiempo, ¿Qué pudiste ver de cómo se da la relación entre el pueblo y las fuerzas de seguridad?

DR: El rodaje fue muy intenso y muy frenético, en cuatro días a full desde la mañana a la noche. En Trelew, como en todas partes, hay una parte de la clase media que pide más policías, mientras que hay  pobres que  están aterrados y tienen miedo de ser las próximas víctimas. Por supuesto que esto no es tan “químicamente puro”, que seguramente hay una parte sensible de la clase media preocupada por estos casos y seguramente también hay pobres que piden mano dura.

APU: ¿Buscaron fuentes más allá de las familiares –policiales, políticas, judiciales-?

DR: Policiales, no. Los policías hablan en los juicios y dicen que no estuvieron allí la noche del asesinato de Julián. ¿Para qué íbamos a entrevistarlos? Judiciales, más o menos. Los jueces hablan por sus fallos, así que en ese sentido estaba también todo dicho. Sí quisimos hablar con la fiscal Moreno, que nos dijo que estaba muy ocupada, también con el doctor Corach, que nos filtró, y sí hablamos con el perito forense Herminio González, que aparece en la película. Lo ocurrido está a la vista y además las escenas del  juicio son muy contundentes. Por otra parte, también es cierto que la voz de la policía es la que prevalece habitualmente, la que más se escucha siempre en los medios. Es hora de que hablen sus víctimas.

APU: ¿Por qué, inicialmente, los medios locales hablaron de un caso de coma alcohólico y taparon algo que claramente fue había sido una tremenda golpiza?

Compraron la versión del comisario Sandoval sin chequear demasiado. Pero César Antillanca tuvo el coraje enorme de sacarle fotos al rostro desfigurado de su hijo y desbarató así la coartada.

APU: ¿Cuál es la responsabilidad que le cabe, desde tu óptica, al poder político provincial?

DR: El Estado tapa estos casos. No exonera policías, no impulsa Justicia. Los pocos policías condenados que aparecen mencionados en la película, los tres que confesaron haber participado de la violación al chico Almonacid (N del R: se trata del caso de Maximiliano Almonacid, quien fuera golpeado y violado por policías de la comisaría segunda de Trelew en enero de 2012) fueron condenados a penas de prisión en suspenso y siguen prestando servicio en la policía.

APU: La comisaría de Trelew donde ocurrieron varios de los hechos es señalada por los vecinos como la “comisaría de la muerte”. ¿Considerás que se trata de un caso aislado, particular, de los policías de ese lugar? ¿O los asesinatos son producto de algo más profundo y arraigado en las fuerzas de seguridad provinciales?

DR: No es la única provincia en donde ocurren este tipo de casos, pero digamos que el estado de impunidad facilita que ocurran nuevos casos constantemente. Nada casualmente, a la semana de la absolución de los acusados de matar a Julián, violaron al chico Maxi Almonacid.  Al mismo tiempo, la instrucción de sólo seis meses, al cabo de los cuales un policía sale con un arma en la mano, es una especie de bomba de tiempo. Y seguramente hay un desequilibrio psíquico: los policías suelen provenir de la misma extracción social a la que reprimen, pero con el arma en la mano sienten que tienen un pequeño poder. No deja de asombrarme que estos no sean casos de “gatillo fácil”, en el sentido de que no se usan armas de fuego: a estos jóvenes se los mata con las manos, a golpes como a Julián, a puñaladas como a Bruno Rodríguez Monsalvez, ahorcados como a Ángelo Vargas. Es como si hubiese además una suerte de placer morboso en el acto de provocar la muerte.

APU: ¿Tenés esperanzas de que se haga justicia en el juicio que debe abrirse este año?

DR: No lo sé, francamente. En el tribunal nuevo hay dos jueces que absolvieron a los policías que violaron a Maxi Almonacid. Más que plantearlo en términos de esperanza o desesperanza, te diría que creo que  la movilización popular, la gente en la calle haciéndole notar a los jueces que los está observando, la prensa cubriendo el caso, podrían ayudar a que esta vez sí haya Justicia.

APU. ¿Cómo evalúan la recepción que está teniendo Un paisaje de espanto?


DR: Muy bien. La gente, en general, está muy conmovida y muy movilizada. Las críticas han sido muy buenas y además en Trelew la Comisión contra la impunidad y por la Justicia decidió tomar el documental como una herramienta de denuncia y de militancia. En Buenos Aires sirvió para visibilizar el caso: que hayamos podido estar 15 minutos en Canal 7 junto a Mauro  Gómez –el otro director de la película- y César Antillanca, el padre de Julián, es un hecho importante en sí mismo, ya que nunca se había hablado de estos casos en la tevé abierta.    


Publicado en Agencia Paco Urondo