jueves, 10 de septiembre de 2015

Casas marcadas


La identidad barrial y la memoria urbana son rompecabezas de fichas muchas veces inhallables, otras tantas que encastran torcido. Un terreno ubicado en el límite entre Almagro y Once albergaba una quinta colonial que en sus cimientos contenía claves para desentrañar el pasado porteño. En 1998, un grupo de arqueólogos logró hacerse lugar entre las topadoras para excavar en busca de elementos ligados a la vida del virrey Santiago de Liniers. Pero encontraron otra historia.


El límite entre Almagro y el Once se convirtió paulatinamente, a lo largo del desarrollo amorfo y exponencial de la ciudad de Buenos Aires durante el siglo veinte, en una zona fronteriza y difusa. Su escenografía habitual la componían viejos terrenos del ferrocarril Sarmiento, galpones y depósitos -en una concentración de, por lo menos, varios por cuadra-, edificios centenarios -muchos de ellos abandonados y convertidos en hoteles familiares-, prostitución callejera, consumidores y transas, siempre con el aval silencioso y la mordida regular de la comisaría octava, famosa en la zona por su buena predisposición para la cometa, el negocio ilegal, la vista gorda y la atención parsimoniosa al vecino. Zona densamente poblada, donde casas viejas y edificios de departamentos familiares albergan mayormente a una clase media urbana pauperizada pero pujante -empleados, comerciantes, profesionales cuentapropistas, estudiantes de universidades públicas, músicos, periodistas, jubilados- que se quedó sin trabajo en los noventa, se organizó en asambleas barriales de actividad intensa en 2001/2002 y que se recuperó lentamente a partir de entonces, período desde el cual registró marcas de crecimiento económico: apertura de restaurantes de categoría donde había viejos edificios abandonados, la reinauguración de la emblemática confitería Las Violetas y la construcción de torres y edificios como parte de lo que se conoció como boom inmobiliario. Allí, en la línea divisoria entre el Almagro progresista de pasado tanguero y el Once de la mercadería trucha, los hoteles alojamiento, la terminal del fatal Ferrocarril Sarmiento y la República de Cromagnón, se ubica el terreno donde estuvo La Quinta de Lange: una enorme quinta cuya historia comenzó en el siglo XVIII, con una laguna natural en lo que hoy es la calle Maza, y un caserón colonial del que sobreviven apenas algunos ladrillos bajo las dos torres de departamentos que hoy afean la esquina. Su demolición fue silenciosa: a pesar de tratarse de una construcción de enorme potencial histórico, erguida sobre tierras abonadas por los pasos de varias generaciones, nadie detuvo a la empresa constructora cuando abrió con ganzúa el portón de hierro ancestral, sepultado bajo mil capas de ladrillo y enduido, para entrar con topadoras y tirar todo lo que hubiera adentro como si fuera basura. No estaba declarado sitio histórico, ni protegido por la legislatura porteña, ni nada similar. Pero un grupo de investigadores logró llegar para los postres, y gracias a ellos se conoce una parte esencial de la trama del barrio.

Detalle del arco original
El boca en boca ubicó allí, erróneamente, a la quinta del virrey Santiago de Liniers. En verdad, el emisario de la corona española y conde de Buenos Aires era dueño de otra porción de tierra, más grande, que estaba cerca. Pero no allí. La historia se puede escuchar aún hoy cuando al preguntar a los vecinos más antiguos de la zona qué había en ese terreno antes de la llegada de la empresa constructora que defecó los dos edificios actuales. La identidad barrial y la memoria urbana son rompecabezas de fichas muchas veces inhallables, otras tantas que encastran torcido. El terreno tenía oculta otra historia y tal vez algunas claves para desentrañar la Buenos Aires del siglo XIX, y cómo la ciudad se relaciona con su pasado: allí había funcionado el primer “asilo de huérfanas y señoritas”, también conocido como “Del buen pastor”, instalado por el Estado nacional, en un afán de contrapesar la beneficencia privada. También allí, en 1875, se fundó el primer Hospital de Niños, de breve vida en el terreno, donde atendían desconocidos jóvenes practicantes, como un tal José María Ramos Mejía y otro tal Ignacio Pirovano. Un año después comenzó a funcionar en el predio el primer hospital de Hidroterapia, una actividad completamente desconocida, de avanzada en el ámbito de la medicina de entonces, del cual se descubrieron por casualidad las antiguas piletas utilizadas por los hermanos Solá. Más tarde, la casa de tipo colonial con mirador, con un estilo arquitectónico mixto entre lo italiano y lo francés, se convirtió en edificio ocupado y conventillo. Sobrevivió en pie hasta entrada la década de 1980, cuando lo que se podía ver era una construcción indefinible, con espacios anexados en décadas diversas, sin homogeneidad alguna y con retazos de historia superpuestos en sus cimientos. En los años cincuenta, el indefinible Ernesto Sábato visitó el caserón en más de una oportunidad para de ambientar mentalmente una historia que más tarde se volvería famosa, acaso su mejor libro: Sobre héroes y tumbas.

Detalle del mirador, en el que Sábato
ambientó escenas de Sobre héroes...
Una trama única, pensé. Había vivido en la calle lindera con el terreno, el pasaje Lucero, durante casi veinte años. Gran parte de mi infancia, toda mi adolescencia y los primeros años de mi vida adulta transcurrieron con la presencia misteriosa de ese espacio a unos 50 metros de donde dormía. Más tarde, me pincharían el globo inflado con el componente mágico de la presunción: “Hay miles de estas historias en la ciudad. Sólo que, en su mayoría, nadie llegó a conocerlas”, me dijo el arquitecto Daniel Schávelzon, que encabezó el grupo de profesionales que, en medio de las topadoras, consiguieron los permisos para hacer excavaciones en el lugar.








“Vengan, que están tirando abajo la casa del Virrey Liniers”

Trabajos de excavaciones en el predio antes de la demolición
total de los cimientos de la antigua quinta de Lange
En 1998, un viejo teléfono de línea sonó fuerte en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA. Los ordenanzas recorrían con su lampazo los pisos del cuarto piso del pabellón III de ciudad universitaria indiferentes a la impaciente campanada. Del otro lado del aparato, una antropóloga e investigadora del CONICET, vecina de Almagro, estaba impaciente por dar la voz de alerta. Topadoras cansinas, pero sólidas, estaban tirándolo todo: “Vengan, que van a tirar abajo la casa colonial del Virrey Liniers”. En el Centro de Arqueología Urbana que dirigía y dirige el arquitecto Daniel Schávelzon no dudaron un segundo: tenían que conseguir el permiso necesario para hacer excavaciones arqueológicas antes del avance de las demoliciones. A través de algunas picardías, siempre dentro de la ley, dieron con el papel que los habilitaba a entrar con sus herramientas de trabajo. Iban a buscar material colonial, quizás pertenencias del virrey, de su familia, o de los mulatos que seguramente lo servían.  Pero a medida que avanzaron las jornadas de trabajo el objetivo inicial se iba desvaneciendo. Así lo explica Schávelzon: “La investigación histórica, tanto documental como iconográfica, hecha para este  trabajo demostró que la verdad era que el lugar nada tenía que ver con el virrey Liniers. Si bien el descubrir y difundir esto fue visto como una pérdida por muchos vecinos, porque duele la caída del mito, en cambio la arqueología histórica logró descubrir otra historia olvidada: la del primer  Hospital de Niños, el Asilo de Huérfanas, el inicio de la hidroterapia y su relación con el  higienismo, la historia de los Lange y, más que nada, la relación entre el edificio y Ernesto Sábato”.

Según relata Schávelzon en su libro Buenos Aires arqueológica, Sábato llegó hasta el lugar motivado por un confuso episodio policial ocurrido en marzo de 1956. Una vez allí, recorrió el caserón, donde quedó especialmente impactado por el mirador que protagonizaba la construcción. Ese mirador sería central entre las locaciones de Sobre héroes y tumbas. Públicamente, Sábato nunca precisó la ubicación de la casa que lo inspiró. El halo mítico, brumoso, que encierra todo el relato en la novela, se mantiene en todos los registros de la época en los que se le pregunta al autor por el argumento, su gestación y las locaciones. En el ensayo El escritor y sus fantasmas, de 1963, señala, corriendo 200 metros al oeste la ubicación real: “El mirador lo tomé de una antigua mansión en ruinas que está en Hipólito Yrigoyen casi Boedo”. Schávelzon no duda: “Yo tengo una carta del propio Sábato que dice que esa es la casa que usó para la novela”. Fin del pleito.
Vista de una de las esquinas en los años 70

¿Es posible tal negación del pasado? ¿Será que, a fuerza de demoliciones abruptas, desinterés cultural, desprotección legislativa y prevalescencia  de intereses económicos, se desconozca buena parte de la historia de la principal ciudad del país? “Hay una historia así en cada esquina –evalúa Schávelzon-, sobre todo a medida que uno se acerca al centro y al río. Grandes residencias antiguas, importantes, significativas, que las tiraron a la mierda sin ninguna conmiseración. Hay montones. Lo que lo hace un caso fuerte a esta quinta en particular es lo de Sábato. Eso fue una gran injusticia. Porque se sabía, Sábato estaba vivo, la casa estaba ahí. No nos dejaron poner ni una placa”. Los edificios apenas pisan el sector donde se encontraba el casco de la quinta, que podría haber sido conservada e incluso reconvertida. Pero nadie se interesó y cuando alguien sugirió la idea ya era tarde. Hoy, al pasar por la calle Virrey Liniers, es posible ver lo que se logró conservar: uno de los arcos de ladrillos del paredón que rodeaba la quinta original. Ninguna leyenda explicativa advierte que en esa pared descansa parte de la historia.


La Reyna del Plata

“Esa zona era marginal en la ciudad. No había un carajo. Estaba en el fin del mundo. No sería raro que al lado hubiera una laguna con patos. O un tipo ordeñando vacas. Eran sitios que todavía no estaban urbanizados“, define Schávelzon cuando se le pregunta cómo era el barrio a principios del siglo XIX. La historia oficial nos dice que, luego de los aluviones inmigratorios de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, Buenos Aires entró en una carrera ascendente de crecimiento demográfico, económico y cultural, convirtiéndose en un polo de atracción inevitable para todo el interior del país y los países vecinos. Lo que esa mirada no refleja es la contracara: hacinamiento urbano, especulación con la tierra, desplazamiento de los sectores más pobres hacia un conurbano de condiciones infrahumanas, terrenos que en su mayoría eran barriales (los de barro), y zonas bajas por donde no pasaban las carretas porque se quedaban varadas. Son los charcos de donde emergieron muchos de los barrios del Gran Buenos Aires. “La ciudad siempre fue un negocio –sentencia Schávelzon-. Por eso me hace gracia cuando dicen que se entrega la ciudad a las corporaciones, como si fuera un descubrimiento. Eso es la historia de la ciudad. La ciudad creció principalmente en base a la especulación”. 

-¿Pero no es correcto decir que en los últimos veinte o treinta años hubo una explosión de la construcción y de la especulación inmobiliaria?

-Sí, eso es así. Se triplicó en diez años el número de metros cuadrados construidos en la ciudad. El máximo autorizado para la construcción era en promedio de un millón de metros cuadrados, y llegó a tres millones. El 27% de las propiedades construidas en la ciudad de Buenos Aires, nuevas, no están habitadas ni alquiladas. Ni están a la venta. El problema habitacional no es de distribución, es mucho más complicado. No se soluciona simplemente distribuyendo los departamentos vacíos. El hábitat es un tema complicado, que obedece a razones profundas, políticas, económicas y sociales. Hay mucha propiedad vacía y el dueño no está fundido. Por eso no bajan las propiedades.


La patria chica

Único arco conservado de la construcción original
Corría el año 1991 y mis viejos se la jugaron: pidieron un crédito, se fueron del departamento de alquiler que compartíamos los cinco integrantes de la familia (mamá médica, papá psicólogo, hermano mayor adolescente, hermano del medio que daba sus primeros pasos en la escuela primaria –quien esto escribe- y hermano menor en el jardín de infantes) y compraron una casa vieja destartalada ubicada en el pasaje Lucero. Para los pibes, se trataba ni más ni menos que del paraíso: cuartos enormes, galería, un patio central donde atajar con el buzo del mono Navarro Montoya manejando un camión, un árbol gomero gigante como centinela de ese solar que parecía detenido en el tiempo. En la esquina con la avenida Hipólito Yrigoyen, un enorme baldío cercado por paredones que impedían ver qué había adentro, dominado por cientos de gatos, se erigía como una presencia misteriosa. Los más chicos del barrio caminábamos siempre por la vereda de enfrente, no sin algo de temor por lo que ocultaban esos muros escrachados con inscripciones políticas despintadas por la lluvia y el viento. ¿Qué había ahí? ¿Por qué se adivinaban restos de una construcción que parecía extrapolada de otro lugar, de otro tiempo, de otra dimensión?

Una noche, alguien compartió en Facebook el mapa interactivo del Centro de Arqueología Urbana. Instintivamente, busqué las calles donde estaba (y aún está, aunque reciclada) la casa de mis padres. Al hacer click, una larga serie de vínculos se abrió ante mi vista azorada. Esta historia, donde se cruzaba el pasado de la ciudad y del barrio con la literatura del siglo XX, estaba allí plasmada, inmóvil, casi silenciada. “Nunca nadie me había preguntado por esa casa”, dice Schávelzon, mientras caminamos las calles irregulares de Núñez, cuyo extraño desfasaje se debe a las reglamentaciones vigentes cuando lotearon la zona, que obligaba a hacer una plaza cada diez cuadras, según me cuenta. Y así, nos perdemos en esa historia, que amenaza con extraer del cono del silencio el pasado de otra zona de una ciudad cuyo devenir histórico está enhebrado con el hilo de las tramas ocultas. 



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