jueves, 27 de septiembre de 2012

Luis Sagasti: alimentar el fuego


“Estoy escribiendo una nueva... no sé, novela o como se llame”, dice Luis Sagasti. Y no por mero desparpajo: en 1999 y 2006 publicó El canon de Leipzig y Los mares de la luna, respectivamente, y el año pasado sacudió más de una cabeza con Bellas Artes, un libro definitivamente raro en términos rubendarianos, por su filiación decididamente narrativa, pero puesta en clave vanguardista, con la fusión de elementos y la batalla a la linealidad como motor. Ahora, el escritor de Bahía Blanca trabaja otra vez en una novela (como se llame) y no duda al señalar el objeto de la literatura: “Se escribe para alimentar el fuego: alumbrar, dar cobijo, para que hacer que el mundo arda”.
Se puede leer Bellas Artes como una provocación ante todo lo que la literatura conserva de anquilosada: sus métodos prefabricados, sus recetas para el éxito, sus compartimentos y géneros delimitados. En un movimiento fresco y arriesgado, Sagasti logró un texto que a la vez es muchos textos, centrados en el poder del acto artístico como modo para, por lo menos, aproximarse a la punta del ovillo de lana del mundo: “En mí, las ideas nunca se presentan con claridad de mediodía –dice el autor-, sino como una intuición muy fuerte a la que siento que debo darle una forma. Escribir es una manera de hacerlo. En un libro como Bellas Artes, lo que realmente quiero expresar se encuentra dicho a partir de ciertos ritmos, del trabajo con la plasticidad del lenguaje, de cómo queda resonando una idea sobre otra idea, como si se formara un acorde. Las historias con que intento abordar esas intuiciones no son azarosas, pero no me interesan las historias en sí sino los vínculos con los que forman un todo mayor. No me preocupa saber cuál es el género en que encaja el trabajo”, asegura, al tiempo que devela algunas pistas sobre el sucesor de Bellas Artes: “Tengo ahora una serie de ideas que son casi opuestas al libro anterior. Habría, y de hecho diría que existe, una trama un poco diluida que se deja entrever en medio de pequeñas historias. Podría agregar que hay una suerte de misterio a resolver”.
Resulta más que interesante lo que tiene para decir Sagasti cuando se le realiza una de las preguntas clásicas que hacemos los (a veces previsibles) periodistas culturales, acerca de los rituales de escritura: “Si uno realiza un ritual para ponerse a escribir es porque pretende entrar en una suerte de realidad paralela que exige determinada preparación sensorial. He leído que muchos lo hacen. Es difícil entenderlo para mí. Mis ideas y la forma de expresarlas son parte de mi ADN. No puedo ingresar a mi interioridad pidiendo permiso a unas velas. No estoy separado de mí cuando escribo, siempre soy yo, o soy más yo que nunca”, explica.
Según define Sagasti, que nació en Bahía Blanca en 1963, se encuentra ubicado “en una suerte de generación intermedia”. Eso lo coloca en posición de especial atención respecto las nuevas camadas de escritores: “No hay que dejar de lado las voces que vienen. En la piel de alguien de treinta el sol pega de otro modo. Me interesan los que escriben sin bronceador. La multiplicación de editoriales llamadas independientes es un síntoma de que nuestra cultura necesita decir, buscar riesgos, dar cuenta de ciertos nervios”, señala el autor del ensayo Perdidos en el espacio, que no se ahorra las recomendaciones: “Los dos últimos textos de Mario Ortiz: Crítica de la imaginación pura y Al pie de la letra me parecen decididamente asombrosos. Luego, y sabiendo que dejo de lado a unos cuantos, podría decir que me gustan mucho Matías Capelli, Cabezón Cámara, la prosa de Sonia Cristoff, Jorge Consiglio, la sinestesia de Kohan y los perfiles oblicuos que traza Juan Forn”.


Su condición de bahiense hizo que muchas veces, desde la crítica y el periodismo, se etiquetara a sus textos con la categoría “literatura del interior”, como si eso generara una suerte de ecosistema literario o de tendencia capaz de agrupar en torno a determinadas características a quienes desde allí escriben. “Lo único que puede significar hoy –retruca Sagasti- es la certeza de que en ciertos aspectos existe un federalismo cultural que tiene que ver más con una época donde las fronteras se diluyen a fuerza de bytes que con decisiones gubernamentales. Si Rosario es el interior, Bahía Blanca sería la Argentina profunda, y Coronel Pringles, la Argentina abisal. Hay una Argentina profunda, por llamarla de algún modo, cuya literatura es voz de una cosmovisión regional. Cuando esa cosmovisión por fuerza de las formas trasciende su terruño, ya deberíamos hablar de otra cosa. Pienso en Juanele Ortiz, por ejemplo. El resto pertenece a una mentalidad cuyos cimientos son los que constituyeron la modernidad y que hoy se encuentran en un estado de transformación muy manifiesta. Y allí solo hay buena o mala literatura. JuanForn y Guillermo Saccomanno viven en Gesell, ¿qué literatura hacen? Héctor Libertella y Guillermo Martínez nacieron y se formaron en Bahía, pero se establecieron en Buenos Aires, ¿dónde se ubicarían de acuerdo a ese criterio?”, desafía este escritor del interior, cuya literatura respalda con la fuerza de las formas un definitivo traspaso de su patria chica. 


Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el domingo 23 de septiembre de 2012

lunes, 17 de septiembre de 2012

La historia también es ficción



La relación entre la historia y la literatura, sus cruces y desencuentros, sus reciprocidades y sus intentos de autonomización, ha sido a lo largo de la historia moderna uno de los más enmadejados y fértiles tópicos de debate para el campo de las humanidades. Existieron y persisten tanto escuelas de pensamiento que postularon la nula convivencia entre ambas (fundamentalmente aquellos que desde una concepción de la literatura como disciplina suprema defienden su supuesta permeabilidad completa) como aquellas que desarrollaron sus teorías a partir de la íntima relación entre las producciones discursivas y el devenir de los acontecimientos sociales a través de los modos en que estos son representados. Pero no sólo la escritura literaria tiene que rendir cuentas a la historia. La publicación de La ficción de la narrativa, de Hayden White, una enorme recopilación de ensayos del historiador y filósofo estadounidense que introdujo más de un concepto disruptivo en el ámbito de los estudios históricos, constituye no sólo un volumen de referencia, sino una vasta bibliografía que problematiza y da cuenta de la idea de que la historia se relata, se construye y se escribe como una ficción.
Veintitrés son los ensayos que componen La ficción de la narrativa, desde “Collingwood y Toynbee: Transformaciones en el pensamiento histórico inglés”, de 1957, hasta “¿Culpables de la historia? La longue dureé de Paul Ricoeur”, de 2007. Se trata de escritos nunca antes editados en formato libro, los cuales presentados de esta manera muestran un recorrido cohesionado y pueden ser leídos como una suerte de “autobiografía intelectual” de White, como señala el editor y compilador Robert Doran.     
Cuando un autor escribe un artículo que sirve de insumo prolongado para la tarea de quienes desarrollan estudios en diversas disciplinas, es normalmente considerado como destacado y extraño. Más aún si produce un libro que atraviesa las disciplinas. Pero el caso de White es excepcional: toda su obra es una referencia transversal para las humanidades, lo que lo convierte en miembro de un grupo selecto de autores, donde hay nombres universales.
Los registros dicen que White se convirtió en referencia ineludible en los ámbitos académicos de todo el mundo a partir de su infinitamente citado y discutido texto “Metahistoria”, de 1973, en el cual formuló y desarrolló la idea que la escritura histórica es de naturaleza ficcional, en tanto se construye a través de distintos tropos o figuras retóricas que hilvanan los hechos para producir una formación discursiva de aparente objetividad, pero de identidad profundamente disuasiva y estilística. Si “Metahistoria” produjo una revolución para los campos que se nutren del discurso histórico (como los estudios literarios y la crítica, la filosofía, la historia del arte y la antropología), la edición de La ficción de la narrativa es una ampliación de la teoría, una exposición los engranajes del artefacto en pleno funcionamiento, la publicación de los documentos que atestiguan el surgimiento, la maduración y la complejización de la idea. 
Al atravesar las casi seiscientas páginas de la edición, el lector puede recorrer los modos en que White problematiza las muchas aristas de la idea fuerza central: la concepción de que la historia tal como la conocemos es un relato de voces, un entramado netamente polifónico. Así, el autor nacido en Tennessee en 1928  se nutre de la teoría literaria y de la lingüística para analizar la construcción del relato histórico a partir de los aportes de las principales escuelas estéticas de la literatura (fundamentalmente del realismo), a la vez que decodifica los niveles manifiesto y profundo de la escritura histórica (tomando elementos de la gramática generativa y transformacional de Noam Chomsky), y problematiza la presencia de la ideología en la relación entre los hechos históricos y las interpretaciones. A su vez, la publicación de este volumen da cuenta de los diálogos, cruces y tensiones que entabló el pensamiento de White con las distintas corrientes de pensamiento dominantes a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, como el estructuralismo, el postestructuralismo y las variantes de la posmodernidad.  
La ficción de la narrativa es la prueba irrefutable de la principal virtud del complejo teórico que desarrolló White: es inclasificable en escuela alguna. Mientras los amantes de los catálogos hicieron esfuerzos enormes y vanos por inscribir a White en categorías teóricas, sus textos afirman que con ellas mantiene la mejor relación posible, dado que las olfatea, las mira y las circunda, para discutirlas y esquivar con habilidad la atracción, a veces magnética, de los paradigmas hegemónicos.


Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el domingo 16 de septiembre de 2012