La identidad barrial y la memoria urbana son rompecabezas de fichas
muchas veces inhallables, otras tantas que encastran torcido. Un terreno
ubicado en el límite entre Almagro y Once albergaba una quinta colonial que en
sus cimientos contenía claves para desentrañar el pasado porteño. En 1998, un
grupo de arqueólogos logró hacerse lugar entre las topadoras para excavar en
busca de elementos ligados a la vida del virrey Santiago de Liniers. Pero
encontraron otra historia.
El límite entre Almagro y el Once
se convirtió paulatinamente, a lo largo del desarrollo amorfo y exponencial de
la ciudad de Buenos Aires durante el siglo veinte, en una zona fronteriza y
difusa. Su escenografía habitual la componían viejos terrenos del ferrocarril
Sarmiento, galpones y depósitos -en una concentración de, por lo menos, varios
por cuadra-, edificios centenarios -muchos de ellos abandonados y convertidos
en hoteles familiares-, prostitución callejera, consumidores y transas, siempre
con el aval silencioso y la mordida regular de la comisaría octava, famosa en
la zona por su buena predisposición para la cometa, el negocio ilegal, la vista
gorda y la atención parsimoniosa al vecino. Zona densamente poblada, donde
casas viejas y edificios de departamentos familiares albergan mayormente a una
clase media urbana pauperizada pero pujante -empleados, comerciantes,
profesionales cuentapropistas, estudiantes de universidades públicas, músicos,
periodistas, jubilados- que se quedó sin trabajo en los noventa, se organizó en
asambleas barriales de actividad intensa en 2001/2002 y que se recuperó
lentamente a partir de entonces, período desde el cual registró marcas de
crecimiento económico: apertura de restaurantes de categoría donde había viejos
edificios abandonados, la reinauguración de la
emblemática confitería Las Violetas y la construcción de torres y edificios
como parte de lo que se conoció como boom
inmobiliario. Allí, en la línea divisoria entre el Almagro progresista de pasado
tanguero y el Once de la mercadería trucha, los hoteles alojamiento, la terminal
del fatal Ferrocarril Sarmiento y la República de Cromagnón, se ubica el
terreno donde estuvo La Quinta de Lange: una enorme quinta cuya historia
comenzó en el siglo XVIII, con una laguna natural en lo que hoy es la calle
Maza, y un caserón colonial del que sobreviven apenas algunos ladrillos bajo
las dos torres de departamentos que hoy afean la esquina. Su demolición fue
silenciosa: a pesar de tratarse de una construcción de enorme potencial
histórico, erguida sobre tierras abonadas por los pasos de varias generaciones,
nadie detuvo a la empresa constructora cuando abrió con ganzúa el portón de
hierro ancestral, sepultado bajo mil capas de ladrillo y enduido, para entrar
con topadoras y tirar todo lo que hubiera adentro como si fuera basura. No
estaba declarado sitio histórico, ni protegido por la legislatura porteña, ni
nada similar. Pero un grupo de investigadores logró llegar para los postres, y
gracias a ellos se conoce una parte esencial de la trama del barrio.
Detalle del arco original |
Detalle del mirador, en el que Sábato ambientó escenas de Sobre héroes... |
“Vengan, que están tirando abajo la casa del Virrey Liniers”
Trabajos de excavaciones en el predio antes de la demolición total de los cimientos de la antigua quinta de Lange |
En 1998, un viejo teléfono de línea sonó fuerte en la
Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA. Los ordenanzas
recorrían con su lampazo los pisos del cuarto piso del pabellón III de ciudad
universitaria indiferentes a la impaciente campanada. Del otro lado del
aparato, una antropóloga e investigadora del CONICET, vecina de Almagro,
estaba impaciente por dar la voz de alerta. Topadoras cansinas, pero sólidas,
estaban tirándolo todo: “Vengan, que van a tirar abajo la casa colonial del
Virrey Liniers”. En el Centro de Arqueología Urbana que dirigía y dirige el
arquitecto Daniel Schávelzon no dudaron un segundo: tenían que conseguir el
permiso necesario para hacer excavaciones arqueológicas antes del avance de las
demoliciones. A través de algunas picardías, siempre dentro de la ley, dieron
con el papel que los habilitaba a entrar con sus herramientas de trabajo. Iban
a buscar material colonial, quizás pertenencias del virrey, de su familia, o de
los mulatos que seguramente lo servían. Pero
a medida que avanzaron las jornadas de trabajo el objetivo inicial se iba
desvaneciendo. Así lo explica Schávelzon: “La investigación histórica, tanto
documental como iconográfica, hecha para este
trabajo demostró que la verdad era que el lugar nada tenía que ver con
el virrey Liniers. Si bien el descubrir
y difundir esto fue visto como una pérdida por muchos vecinos, porque duele la
caída del mito, en cambio la arqueología histórica logró descubrir otra
historia olvidada: la del primer
Hospital de Niños, el Asilo de Huérfanas, el inicio de la hidroterapia y
su relación con el higienismo, la
historia de los Lange y, más que nada, la relación entre el edificio y Ernesto
Sábato”.
Según relata
Schávelzon en su libro Buenos Aires
arqueológica, Sábato llegó hasta el lugar motivado por un confuso episodio
policial ocurrido en marzo de 1956. Una vez allí, recorrió el caserón,
donde quedó especialmente impactado por el mirador que protagonizaba la
construcción. Ese mirador sería central entre las locaciones de Sobre héroes y tumbas. Públicamente,
Sábato nunca precisó la ubicación de la casa que lo inspiró. El halo mítico,
brumoso, que encierra todo el relato en la novela, se mantiene en todos los
registros de la época en los que se le pregunta al autor por el argumento, su
gestación y las locaciones. En el ensayo El
escritor y sus fantasmas, de 1963, señala, corriendo 200 metros al oeste la
ubicación real: “El mirador lo tomé de una antigua mansión en ruinas que está
en Hipólito Yrigoyen casi Boedo”. Schávelzon no duda: “Yo tengo una carta del
propio Sábato que dice que esa es la casa que usó para la novela”. Fin del
pleito.
¿Es posible
tal negación del pasado? ¿Será que, a fuerza de demoliciones abruptas,
desinterés cultural, desprotección legislativa y prevalescencia de intereses económicos, se desconozca buena
parte de la historia de la principal ciudad del país? “Hay una historia así en
cada esquina –evalúa Schávelzon-, sobre todo a medida que uno se acerca al
centro y al río. Grandes residencias antiguas, importantes, significativas, que
las tiraron a la mierda sin ninguna conmiseración. Hay montones. Lo que lo hace
un caso fuerte a esta quinta en particular es lo de Sábato. Eso fue una gran
injusticia. Porque se sabía, Sábato estaba vivo, la casa estaba ahí. No nos
dejaron poner ni una placa”. Los edificios apenas pisan el sector donde se
encontraba el casco de la quinta, que podría haber sido conservada e incluso
reconvertida. Pero nadie se interesó y cuando alguien sugirió la idea ya era
tarde. Hoy, al pasar por la calle Virrey Liniers, es posible ver lo que se
logró conservar: uno de los arcos de ladrillos del paredón que rodeaba la
quinta original. Ninguna leyenda explicativa advierte que en esa pared descansa
parte de la historia.
La Reyna del Plata
“Esa zona era marginal en la
ciudad. No había un carajo. Estaba en el fin del mundo. No sería raro que al
lado hubiera una laguna con patos. O un tipo ordeñando vacas. Eran sitios que
todavía no estaban urbanizados“, define Schávelzon cuando se le pregunta cómo
era el barrio a principios del siglo XIX. La historia oficial nos dice que,
luego de los aluviones inmigratorios de la segunda mitad del siglo XIX y
principios del XX, Buenos Aires entró en una carrera ascendente de crecimiento
demográfico, económico y cultural, convirtiéndose en un polo de atracción
inevitable para todo el interior del país y los países vecinos. Lo que esa
mirada no refleja es la contracara: hacinamiento urbano, especulación con la
tierra, desplazamiento de los sectores más pobres hacia un conurbano de
condiciones infrahumanas, terrenos que en su mayoría eran barriales (los de barro), y zonas
bajas por donde no pasaban las carretas porque se quedaban varadas. Son los charcos de donde emergieron muchos de los barrios del Gran Buenos Aires. “La ciudad
siempre fue un negocio –sentencia Schávelzon-. Por eso me hace gracia cuando dicen que se entrega la ciudad a las
corporaciones, como si fuera un descubrimiento. Eso es la historia de la
ciudad. La ciudad creció principalmente en base a la especulación”.
-¿Pero no es correcto decir que en los últimos veinte o treinta años
hubo una explosión de la construcción y de la especulación inmobiliaria?
-Sí, eso es así. Se triplicó en diez años el número de metros
cuadrados construidos en la ciudad. El máximo autorizado para la construcción
era en promedio de un millón de metros cuadrados, y llegó a tres millones. El
27% de las propiedades construidas en la ciudad de Buenos Aires, nuevas, no
están habitadas ni alquiladas. Ni están a la venta. El problema habitacional no
es de distribución, es mucho más complicado. No se soluciona simplemente distribuyendo
los departamentos vacíos. El hábitat es un tema complicado, que obedece a
razones profundas, políticas, económicas y sociales. Hay mucha propiedad vacía
y el dueño no está fundido. Por eso no bajan las propiedades.
La patria chica
Único arco conservado de la construcción original |
Corría el año 1991 y mis viejos
se la jugaron: pidieron un crédito, se fueron del departamento de alquiler que
compartíamos los cinco integrantes de la familia (mamá médica, papá psicólogo,
hermano mayor adolescente, hermano del medio que daba sus primeros pasos en la
escuela primaria –quien esto escribe- y hermano menor en el jardín de infantes)
y compraron una casa vieja destartalada ubicada en el pasaje Lucero. Para los
pibes, se trataba ni más ni menos que del paraíso: cuartos enormes, galería, un
patio central donde atajar con el buzo del mono Navarro Montoya manejando un
camión, un árbol gomero gigante como centinela de ese solar que parecía
detenido en el tiempo. En la esquina con la avenida Hipólito Yrigoyen, un
enorme baldío cercado por paredones que impedían ver qué había adentro, dominado
por cientos de gatos, se erigía como una presencia misteriosa. Los más chicos
del barrio caminábamos siempre por la vereda de enfrente, no sin algo de temor
por lo que ocultaban esos muros escrachados con inscripciones políticas
despintadas por la lluvia y el viento. ¿Qué había ahí? ¿Por qué se adivinaban
restos de una construcción que parecía extrapolada de otro lugar, de otro
tiempo, de otra dimensión?
Una noche,
alguien compartió en Facebook el mapa interactivo del Centro de Arqueología
Urbana. Instintivamente, busqué las calles donde estaba (y aún está, aunque reciclada)
la casa de mis padres. Al hacer click, una larga serie de vínculos se abrió
ante mi vista azorada. Esta historia, donde se cruzaba el pasado de la ciudad y
del barrio con la literatura del siglo XX, estaba allí plasmada, inmóvil, casi
silenciada. “Nunca nadie me había preguntado por esa casa”, dice Schávelzon,
mientras caminamos las calles irregulares de Núñez, cuyo extraño desfasaje se
debe a las reglamentaciones vigentes cuando lotearon la zona, que obligaba a
hacer una plaza cada diez cuadras, según me cuenta. Y así, nos perdemos en esa
historia, que amenaza con extraer del cono del silencio el pasado de otra zona
de una ciudad cuyo devenir histórico está enhebrado con el hilo de las tramas
ocultas.