sábado, 14 de septiembre de 2013

El último maldito

A tres años de la muerte del autor de libros centrales de la literatura argentina contemporánea como Los pichiciegos y Vivir afuera, la Biblioteca Nacional programó “En otro orden de cosas”, jornadas en las que las principales voces del ámbito literario local discutirán sobre el aporte de la obra y la figura de Fogwill a la cultura de nuestro tiempo.


Un hombre caminaba por Palermo, alguna noche de septiembre, seis años atrás. Llegó hasta la entrada de una pequeña librería, donde el escritor Elvio Gandolfo presentaba la reedición de su libro Ferrocarriles argentinos. Un grupo de chicas de veintipoco, interesadas en los movimientos del ambiente editorial, esperaban para entrar al evento. De un momento a otro, el hombre arremetió impetuoso y coló una cabeza canosa, que sostenía una cara poblada de arrugas y un par de ojos blancos y enormes como dos huevos, entre el grupo de chicas: “¿Qué hacen acá? ¿Por qué no se van a coger? ¿Vienen de coger? A su edad, lo único que se puede hacer es coger sin parar”. Ante la sorpresa de las señoritas, que no sabían si reírse o echar a correr, siguió su camino sin acusar el más mínimo recibo del lugar border en que lo había dejado su intervención. El hombre, que había nacido 66 años antes en el sur del conurbano bonaerense, se llamaba Rodolfo Enrique Fogwill. Era uno de los principales narradores que entonces estaban vivos y en actividad en la Argentina. Algunos lo sospechaban, otros acaso ni lo pensaban: se trataba de sus últimas andanzas, los últimos pasos de una vida que dejaba un tendal de libros poderosos donde se ponían en cuestión las estructuras del lenguaje, donde la experiencia se veía atravesada por los cambios tecnológicos, sociales, económicos y políticos; textos en los que la narración no era un espacio sacrosanto sino más que nunca arena de una lucha de clases en el marco de la avanzada de la cultura posmoderna. Fogwill falleció el 21 de agosto de 2010, casi tres años después de aquella presentación de Gandolfo. A tres años de su muerte, la Biblioteca Nacional lanza las jornadas “En otro orden de cosas”, en las que durante tres días una diversa gama de intelectuales, escritores, editores y periodistas recorrerá a través de conferencias, debates, lecturas y proyecciones muchas de las múltiples aristas que dejaron tanto su obra como su provocadora personalidad. En el año en el que se dio a conocer su texto póstumo, La ventana de los sueños, se reeditó La buena nueva, mientras que en noviembre será el turno de Una pálida historia de amor, nombres propios de peso en el ámbito cultural y literario local como Horacio
González, María Moreno, Sergio Bizzio, María Pía López, Graciela Speranza, Carlos Gamerro, Alan Pauls, Selva Almada y Daniel Divinsky, entre otros, reflexionarán en torno a la obra de aquel hombre, el último maldito.
Fogwill, el narrador. La obra de Fogwill se destaca por un aspecto central: su particular trabajo con la lengua, en el que el registro literario está en cooperación y tensión con diferentes variantes del habla popular, ciudadana, profesional o marginal: “Fogwill tenía una doble reflexión, como analista y como creador de la lengua –señala la socióloga y escritora María Pía López–. Por un lado, como puede verse en Los pichiciegos o en Vivir afuera, está más que atento a las mutaciones de la lengua. En la novela En otro orden de cosas, sigue con atención y con comillas el surgimiento de palabras a partir de ciertas jergas profesionales, como el marketing, la psicología o la gestión cultural. Para Fogwill, las transformaciones de una sociedad se materializan en la lengua, y esa sensibilidad para escuchar lo que sucede en el lenguaje es lo que funciona como insumo para su extraordinaria potencia poética”. Por su parte, Julia Saltzman, editora responsable de las ediciones de las obras de Fogwill en Alfaguara, asegura que el autor introdujo “una nueva forma de realismo” en el panorama de la narrativa argentina: “Fogwill dio cuenta como nadie del carácter y la sensibilidad de una época, los 90; plasmó una poética de lo material en combinación con una narrativa plena de ideas e interpretaciones. Además de una voz de cadencia inconfundible para expresar su visión original e inteligente. Supo crear un mundo que, como el de toda buena literatura, por un lado nos muestra una realidad en la que nos reconocemos, y a la vez nos revela lo que intuimos y no llegamos a pensar”.

Fogwill, el escritor-sociologo. Esa relación dialéctica que Fogwill estableció entre la realidad y la ficción en sus textos, donde los diversos modos en los que la cultura de masas reconfiguró sucesivamente las relaciones sociales, ocupó un lugar central en su literatura e hizo que en reiteradas ocasiones se lo señalara como el primer escritor-sociólogo de la literatura argentina. Más allá de su formación profesional (recordemos: fue sociólogo de profesión y trabajó a lo largo de toda su vida en diversas variantes de la publicidad y el estudio de los mercados), sus textos aparecen nutridos por una mirada crítica y analítica de las tendencias, las modas, los cambios dialectales, y de las relaciones entre ciudadanos y autoridades e instituciones. Así lo analiza el escritor y sociólogo Hernán Vanoli: “Fogwill se interesaba, en algunos de sus libros, en el devenir de las relaciones entre el poder económico y el poder de la palabra. El tipo de pactos, silencios y consensos que hacen posible que algunas cosas sean dichas o pensadas, para luego ser legitimadas. La manera en que los rumores, que son una sintaxis que estructura pequeños lenguajes, se convertían en poder. Eso es lo que le encuentro de sociológico: la pregunta por el poder, pero no en una lectura reduccionista vinculada a los procesos eleccionarios, a un hecho tan triste e intrascendente, por ejemplo, como las elecciones legislativas, sino por el poder como una trama de intereses y discursos. Esos pequeños lenguajes tenían las marcas de los grandes lenguajes del poder en el futuro, al mismo tiempo que los socavaban en su origen. En ese sentido, Fogwill era un escritor-sociólogo, aunque tener un título de sociólogo puede producir también una narrativa sumamente conservadora. A Fogwill lo preocupaban los cruces entre el lenguaje y el poder, pero no en el sentido banal en el que algunos escritores dicen que ‘todo lenguaje es político’ y escriben principalmente sobre su triste deseo de ser escritores sin poseer talento, ni en el sentido adolescente de una fascinación militante por un capitalismo de amigos, sino en un sentido mucho más complejo vinculado a los procesos de construcción de hegemonías sociales, a intereses financieros, a sentidos que se conforman alrededor de los consumos. Sus actividades en el mundo objetivo, en el mundo de la publicidad, de la investigación de mercado, le otorgan un plus con respecto a los escritores mandarines de la nada, a los escritores artistas, aburridísimos, a los poetas tristes, a los ganadores seriales de becas y pasajes, que te dopan en sus mesas redondas”.

Fogwill, el personaje. “Es lo que menos me interesaba”, dice Pía López. “Su personalidad provocadora no me generaba nada”, responde Vanoli. Sin embargo, no hay en el ámbito cultural porteño quien no tenga una anécdota que incluya a Fogwill. Como si a través de la palabra confrontativa buscara en el otro la reacción sin filtros, la respuesta que elude el tamiz de la conciencia. Daniel Divinsky, el mítico editor y fundador de Ediciones de la Flor, recuerda la experiencia de la primera edición de Los pichiciegos, de 1983: “Editarlo apenas llegado de regreso al país luego de seis años de exilio fue una especie de venganza personal contra la dictadura y la estúpida soberbia belicista de los militares. En cuanto a la relación con el autor, que venía de una serie de rechazos de su original en otras editoriales, pasó por las alternativas usuales: gran satisfacción cuando le comuniqué que le publicaríamos la novela, alegría cuando el libro apareció a los pocos meses, comienzo de queja cuando consideró que la distribución no era adecuada, queja virulenta cuando las ventas no se correspondieron con sus expectativas. Atribuyó esto al diseño de la tapa (que aludía al consumo de licor Tres Plumas de los soldados en las trincheras para combatir el frío) y no a las pocas ganas que en ese momento tenían los posibles lectores de resucitar lo vivido durante el conflicto bélico. Mi recuerdo personal no es afectuoso: era un tipo áspero, aun en los primeros momentos de relación cordial. Se convirtió en imbancable cuando nuestra edición no se vendió como esperaba. Tiempo después estuvimos frente a frente en una charla de un editor español y desvió la mirada para no saludarme”.
Claro está que la excentricidad no hace bueno a ningún escritor, pero ¿estaríamos frente a una figura de tal complejidad sin su verba desfachatada, sin sus polémicas intervenciones públicas, sin sus 12 gramos de cocaína al escribir Los pichiciegos, durante tres días corridos? Algo se confirma: ni Fogwill ni sus libros eran mamotretos aburridos. Algo que no siempre abunda.

Un nombre un tanto pichiciego
Por Horacio González
Fogwill es un nombre un tanto pichiciego, un tanto marciano, salido de alguna runa cavernaria. Una cosa que parecería un cartel solitario que resiste al viento en una ruta perdida, publicitando algún tabaco o alguna marca de software. Su carácter burlesco, maestro en el arte de la picaresca, salía de un dolor personal que podía suponer el reverso de su conversación de estilista que hiere finamente con su florete. Elige un nombre ficticio, como una banda plástica puesta con irónico humor, sobre su nombre verdadero.
Al parecer, buscaba por debajo de las palabras sin cambiarlas demasiado, como si fuera un poeta no del siglo XII sino del tiempo de las cavernas, donde acaso había seres humanos que tallaban signos en la piedra, y allí acababa todo. Eran los grabados definitivos, la poética inicial que quizás buscaba. Amigo inquisidor. De una Inquisición que buscaba el grabado oculto detrás de las conversaciones y las insignias de piedra detrás de los grabados ocultos. Por eso parecía un Mefistófeles hecho de paciencia y arbitrio, esperando que sus provocaciones líricas desencadenaran una reacción, que no importaba que fuera brutal. El que reaccionaba hacía saber así quién era, ante este confesor fogwilliano, con su reverso eclesiástico de sutil bufón epistemológico. El hecho de buscar verdades en la picaresca quiere decir que vio el lenguaje como un manto sagaz de ocultamientos y figuras del yo que se creen selladas en una virginidad ideológica, mientras las va acechando esa pequeña corrupción que igual nos permite vivir y que, si la conducimos por los pantanos adecuados, quizás permite crear una obra. La obra de Fogwill no es una obra, es ese acecho. Lirismo en grado de elevación.
Alto lirismo es casi una forma del sadismo. Conducido con escéptica gracia, es sadismo como forma de revelación, la religión literaria de Fogwill. De la picaresca se extrae el terror como figura de transformaciones, el militante que se hace ejecutivo, el izquierdista que dará cursos de management, el policía que trata con la psicoanalista, los encerrados en cuevas malvineras que “viven adentro” de lo que sería la conciencia de sus enemigos. Todo ocurre en el vasto sueño del lenguaje, cuya estructura de intercambios es la forma del “dealer”. El método de la asociación automática de ideas guía a Fogwill hasta cierto punto en que las técnicas de marketing se hacen delicia literaria y el psicoanálisis una jerga que aleja a las personas de sus verdades. Pensó la literatura como un conjunto de sonidos musicales, un tarareo confuso y enigmático de donde salía luego el desafío casi místico de decir que no se entendería Perlongher sin las partituras de Rubén Darío. Lo que usualmente llamamos “el saber”, pensaría Fogwill, es un evento desgraciado que sería malo no poseer pero es ponzoñoso cuando se lo posee. De ahí el profundo escozor que producía su método de interpelación, que obedecía al deseo de revelar que el conocimiento se extrae de una “utopía indigna” que busca la imposible conciliación de pensamiento y existencia. Esa utopía sólo puede ser un juego, pues de lo contrario establecería una fórmula despótica para las vidas, consistente en un cinismo disfrazado de libertad: pensamiento en estado originario. Pero perdido. Toda literatura debe mentarlo, buscar el hueco que ha dejado su desaparición. Toda literatura es sustitución.
En esa coyuntura, descubrió el nombre de Fogwill, que está en varias napas geológicas encerrado, pero a veces a la luz, en sus tantos poemas y novelas. Leemos En otro orden de cosas, respecto de la red idiomática que controla la vida personal: “Ahora nadie usaba ‘bochorno’ y en su reemplazo se decía ‘vergüenza-ajena’. Las jergas de la droga, la administración de empresas y la psicología invadían todos los ámbitos. Era tan frecuente oír ‘bajón’, ‘trucho’ o ‘zarpado’ en ámbitos ajenos al submundo marginal como encontrar a un chofer de taxi que hablaba de sus ‘objetivos en la vida’ o se manifestaba ‘paranoico’ por la nueva reglamentación de multas de tránsito. La televisión, pensaba, debía ser responsable de estas modas de lenguaje”. Esta inquisición emancipatorial, dolorida, sarcástica, nos vuelve el lenguaje como tallas en granito, que una vez descubiertas se hacen efímeras, el humo victorioso y tibiamente infernal que despedía el aliento de Fogwill.

Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el domingo 2 de septiembre de 2013

Génesis extramuros del templo

Una génesis extramuros del templo

Ganador del Premio Planeta 2012 con la novela policial La marca del meridiano, séptima entrega de la serie de historias de investigadores que protagonizan los agentes Bevilacqua y Chamorro, el español Lorenzo Silva pasó por Buenos Aires. El autor analizó la actualidad de la novela negra, del panorama editorial y las reacciones del campo cultural ante la crisis que atraviesa la península.


“Disculpa, pero es un gesto que no me sienta bien”, responde Lorenzo Silva, cuando el fotógrafo de PERFIL le pide que, sentado, ponga su mano bajo su mentón, emulando la universal postura de la escultura de Auguste Rodin. Significativa respuesta, tratándose de un best seller: los libros de Silva, autor especializado en novela negra, se encuentran en la actualidad entre los mayores éxitos de ventas en España y, de paso por Buenos Aires, lo espera una pregunta ineludible: ¿por qué hay tal cantidad de mala literatura del género? ¿Qué es lo que hace que incontables cantidades de libros policiales sean editados de modo constante, sin pena ni gloria? “Tiene que ver con el éxito, y con una génesis extramuros del templo –responde el autor de La marca del meridiano, ganador del Premio Planeta 2012-. Hay literatura que nace en el templo, y el templo la mima y la cuida. La novela negra nació en el callejón. Mucha gente del templo la miró mal durante mucho tiempo, y encima tuvo éxito, que es lo peor que puede tener alguien del callejón. Los grandes clásicos de la novela negra, como Chandler, se han pasado toda la vida ganándose el derecho a existir como escritores. Esa vida marginal de un género atrae sobrevivientes, lo cual ha generado buena parte de la mala literatura policíaca histórica. La mala literatura policíaca actual tiene otra génesis: la novela negra en este momento ocupa un lugar central, no en el templo, pero sí en el mercado. Cuando algo resulta exitoso en el mercado, atrae inmediatamente al practicante oportunista. Hay gente que improvisa mucho, que tiene un conocimiento muy somero del sustrato real sobre el que se asienta la literatura policial”, señala Silva, que además trabajó como abogado y mantiene un contacto constante con investigadores, policías, jueces y fiscales de Madrid como parte de un trabajo de investigación que nutre sus novelas.  En su país, alcanzó el éxito de público debido principalmente a la serie de historias policiales protagonizadas por los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, de la que La marca del meridiano es la séptima entrega.

Mucho se ha hablado de la crisis económica, política y social que atraviesa España desde hace algunos años, y que todavía no parece encontrar desahogo. El campo cultural español se ha visto modificado por ese panorama, al tiempo que conforma uno de los principales bastiones de resistencia a cierto espíritu de desesperanza que recorre la vieja península. Silva aporta su mirada: “La crisis se nota en el campo cultural. Organizo un festival de novela policíaca en Madrid hace seis años. En la primera edición empecé con un presupuesto, que en parte lo ponía un municipio. Al año siguiente mi presupuesto fue la mitad, y con esa mitad sigo. En España hubo que aprender a hacer las cosas con la mitad de dinero. Ha habido quien aprendió y quien no. España, para determinado tipo de proyectos que requieren dinero, ha sido letal. La cultura está apretada en este momento. ¿Quiere decir que está muerta? No. Hay mucha gente peleando, que suple con imaginación la falta de medios. En el ámbito de la novela negra hay un florecimiento. He leído en este año media docena de novela negras españolas muy buenas. La cultura es buena parte de la apuesta que tiene que hacer España para salir de su crisis. Somos una sociedad que sabe salir adelante”, analiza.


Consciente de la realidad del mundo editorial, en el que no siempre son editados los autores que más merecen la pena, sino aquellos que garantizan las ventas, Silva puso en marcha en 2012 Playa de Ákaba, el sello editorial que dirige junto a su compañera, la poeta Noemí Trujillo. Así lo describe: “Teníamos la idea de que hay libros valiosos que no se publican, y que en el último tiempo hay una suerte de desvalorización del oficio de editor. Reivindicamos el oficio de alguien que apuesta por el talento y da la cara por el autor. Se ha puesto de moda que el autor debe poner la cara y debe andar justificándose ante todo el mundo. Un editor vale para que el escritor tenga alguien que salga a dar la cara por él. Nosotros publicamos poesía, un género muy maltratado editorialmente. Nuestra idea es buscar buenos poetas y editarles bien los libros. Los poetas normalmente son mal editados. También estamos tratando de buscar nuevos novelistas. El desarrollo de la literatura no pasa en editar lo que ya está comprobado que vende, sino en hacer nuevas apuestas. Lo que para una editorial grande puede ser un suicidio publicar, para nosotros puede ser un éxito. Cuando leí la primera reseña que salió sobre la novela de Carlos Soto que publicamos, escrita por Andrés Ibáñez, que es un crítico exigente, en la que decía que el autor `entra como una carga de caballería en el panorama narrativo español´, me produjo más satisfacción que cuando algo así es dicho de un libro mío. Es como con los hijos: haces algo bien y te gratifica, pero un hijo tuyo hace algo bien, y la alegría es como el triple”, se sincera Silva, que cuando se le pregunta por algunos nombres sobresalientes de la actualidad literaria de España, no duda en nombrar “tres Carlos: Soto, Zanón en el ámbito de la novela negra, y Castán, el mejor prosista presente”. 

Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el domingo 25 de agosto de 2013