Los periodistas Osvaldo Aguirre y Javier Sinay acaban de publicar una
extensa antología comentada de la crónica policial argentina. Desde los inicios
hasta nuestros días, las tensiones y conflictos que rodean la tarea de relatar
hechos policiales, asesinatos, violaciones, descuartizamientos, desapariciones
y vidas carcelarias.
Jacobo Fiorini era un reconocido
retratista italiano. Desembarcó en Buenos Aires en 1829. Destacados personajes
de la época posaron para él: militares, políticos, escritores y artistas posaron
para él en su taller, lo cual lo recompensó con cierto renombre. A raíz de tal
fama, la acomodada familia Sacarrán le ofreció un casamiento arreglado con la
quinceañera Clorinda. La muchacha, claro, no estaba de acuerdo. Pero a nadie le
importó, y el matrimonió se realizó de todas maneras. Así fue como Clorina
forjó durante su convivencia con Fiorini un romance secreto con el capataz de
la quinta que habitaban. Entre ambos, planearon y ejecutaron el crimen del
pintor, a quien enterraron en el fondo del mismo predio. El homicidio fue
descubierto, y los asesinos juzgados. Si bien existen antecedentes previos,
Osvaldo Aguirre y Javier Sinay, compiladores de ¡Extra! Antología de la crónica policial argentina, coinciden en
señalar al crimen de Fiorini como el caso inaugural para la historia del
periodismo policial argentino: fue el primer homicidio que mantuvo a prensa y
público atentos a las novedades durante días. Desde entonces, el género transitó
un sinuoso camino, del que da cuenta la antología recientemente publicada.
Con el
crecimiento exponencial de las ciudades en la segunda mitad del siglo XIX, la
inmigración masiva y la expansión de los oficios y la vida moderna, rápidamente
se gestó un público ávido de entretenimiento: “Desde muy temprano, como lo
vemos en la Revista Criminal, de 1873, los cronistas argentinos advirtieron que
las historias de delincuentes atraían al público y aumentaban las ventas.
–analiza el periodista y escritor Osvaldo Aguirre-. Ese interés es ambiguo e
inquietante, porque asocia sentimientos de fascinación y de rechazo: el
delincuente puede ser representado como el otro radicalmente diferente, el
monstruo ajeno y amenazante para la sociedad, como los ejemplos del Petiso
Orejudo y de Robledo Puch”.
El género, tal
como queda reflejado en esta antología (es la primera compilación rigurosa y
comentada del género que ve la luz), atravesó diversas etapas, en las que la
crónica mostró distintos perfiles ideológicos. Así lo analiza Aguirre: “La
ideología del periodismo policial forma parte de la ideología dominante en cada
época. La reproduce con dramatismo, la exacerba, como podemos ver hoy en el
sentido común alrededor de la inseguridad, en buena medida resultado de la
prédica cotidiana de parte del periodismo”.
Otro aspecto
notable es el tratamiento que le dio el periodismo a la violencia hacia la
mujer. Hay en la actualidad un consenso generalizado en el empleo de la figura de
“femicidio”, luego de su introducción por Ley en el código penal en 2012, pero
se trata de algo relativamente nuevo. Como es posible notar en ¡Extra!..., la mayoría de las veces los
periodistas escribieron sobre “crímenes pasionales”, motivados por “celos
desmedidos” o por “arranques de pasión”: “El periodismo policial se relacionó
con la violencia hacia las mujeres con la inconsciencia general del periodismo,
con la particularidad de mostrar con mayor nitidez los valores y las costumbres
habitualmente solapadas que constituyen el contexto que posibilita el
femicidio. La cobertura del descuartizamiento de Alcira Methyger, en 1955, hoy
parece una especie de mundo al revés, donde el criminal, Jorge Burgos, termina
siendo una especie de víctima, y la
asesinada una instigadora de su muerte y la causa de perdición para un honesto
trabajador de clase media”, detalla Aguirre.
Varios
interrogantes atraviesan el libro. Tal vez, el principal sea el que se pregunta
por el lugar del cronista: ¿Se ubica cerca del policía o cerca del reo? ¿Es
posible la equidistancia? Al respecto, Aguirre plantea que “el lugar del
cronista se define históricamente según sus relaciones con la policía, la
justicia y los delincuentes. Gustavo Germán González, el periodista de Crítica,
decía que el cronista policial escribe entre los policías y los delincuentes,
se mueve en una zona gris donde es difícil mantenerse como observador externo”.
Otras tensiones sobre las que se trabaja son la relación de la crónica policial
con la literatura y sus recursos en la construcción de los personajes; las
diversas concepciones de la ley, las transgresiones y el castigo, y los
distintos modos de violencia institucional, siempre presente en el accionar de
las fuerzas policiales.
El libro está
estructurado en seis capítulos, cada uno de los cuales se abre con un texto
crítico de los compiladores, que coloca en contexto las crónicas y fundamentan
teórica y periodísticamente el recorte aplicado. La antología cuenta con varias
perlas, como las crónicas de Gustavo Germán González y de Roberto Arlt para Crítica, el texto sobre el penal de
Ushuaia de Juan José de Souza Relly para Caras
y Caretas, el de Osvaldo Soriano sobre el caso Robledo Puch; y las plumas
de Ricardo Ragendorfer (El túnel de los
huesos, El cadáver de Rodrigo),
Marta Dillon (Despedidas tumberas) y
Rodolfo Palacios (Confesiones de un viejo
indecente, Qué pretende usted de mí),
como exponentes recientes del género a través de un trabajo narrativo y por
momentos literario de los perfiles de los asesinos.
(Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil. A continuación, reproducimos la entrevista completa con Osvaldo Aguirre, de la cual surgen los extractos introducidos en la nota)
JFG: ¿Por qué te interesa el género policial en particular? ¿Cómo
apareció esa inclinación en tu vida?
OA: Me inicié en el periodismo como cronista policial, en el
diario La Capital, de Rosario, y trabajé
diez años en esa sección, hasta 2003. En ese período comencé a interesarme por
los temas de historia criminal, sobre los cuales hice varios libros y en los
que continúo trabajando. También entonces empecé a conocer y a estudiar el
género de la crónica policial. Uno de mis primeros trabajos, en este sentido,
fue para Barrio Jalouin (1993), una revista de aparición fugaz que dirigieron
Elvio Gandolfo y Christian Kupchik, para la cual coordiné un número dedicado a crímenes y entrevisté a
Enrique Sdrech, Francisco Loiácono -el director de ¡Esto!- y el comisario Jorge
Colotto. Recuerdo también en esa época la lectura de Crímenes ejemplares, de
Max Aub, un libro que recogía declaraciones de asesinos, extraordinario. Me
interesa el género policial como lector, como escritor, como investigador.
¿Es posible detectar lineamientos políticos o ideológicos a
lo largo del desarrollo del periodismo policial?
Por supuesto. En
principio habría que distinguir entre actitudes o posicionamientos de algunos
periodistas, que pueden desmarcarse del perfil de los medios donde publican sus
notas, y el enfoque de los medios gráficos sobre el crimen, que es a su vez
cambiante en el curso de la historia y que generalmente presenta ambigüedades y
contradicciones, sobre todo en el relato sobre el hecho de alto impacto, que
moviliza reacciones sociales y genera corrientes de opinión de signo diverso.
La ideología del periodismo policial forma parte de la ideología dominante en
cada época. La reproduce con dramatismo, la exacerba, como podemos ver hoy en
el sentido común alrededor de la inseguridad, en buena medida resultado de la
prédica cotidiana de parte del periodismo. Yendo hacia atrás, las crónicas de
José Sixto Alvarez, Fray Mocho, en Caras y Caretas, son complementarias
de su trabajo como jefe de Investigaciones de la policía de Buenos Aires: están
concebidas con el mismo objeto de conocer el modus operandi y las costumbres de
los delincuentes que encontramos en su Galería de ladrones de la capital,
una especie de edición de prontuarios que impulsó como policía. También hay
posturas reactivas, como la del diario Crítica en la década de 1920, cuando
ofrece sus páginas a los anarquistas perseguidos por la policía para que hagan
sus descargos. En la antología, a propósito del asalto al pagador del Hospital
Rawson, publicamos crónicas de Crítica y La Razón, para mostrar ese choque de
posiciones sobre un mismo episodio y sus protagonistas. Otro caso ejemplar de
contestación fue la sección policiales del diario Noticias (1973-1974), editada
por Rodolfo Walsh, que hacía un seguimiento metódico de las ejecuciones policiales
y, según cuentan sus redactores, estaba
pensada sobre la base de que los hechos policiales integran la trama de la
política.
¿Cuáles fueron los principales lugares desde los cuales
escibió el cronista? ¿Cerca del policía, cerca del reo, observador externo? ¿Se
pueden detectar tradiciones o lineamientos generales en ese sentido?
Gustavo Germán González, el periodista de Crítica, decia que
el cronista policial escribe entre los policías y los delincuentes, se mueve en
una zona gris donde es difícil mantenerse como observador externo. A lo largo de la historia podemos ver
distintas actitudes: Juan José de Soiza y Reilly, en la terrible entrevista al
Petiso Orejudo que publicamos en la antología, se ubica del lado de los
carceleros; Emilio Petcoff, uno de los mejores escritores del género, decía que
él no necesitaba ir a la comisaría, que le bastaba hablar con los
protagonistas, los testigos, los vecinos; en una nota como “Los asesinos de
taxistas eran amorales”, también en la antología, la revista Así registra
involuntariamente la homofobia de mediados de los años 50; Martha Ferro acuñó
la expresión “policial tramontina”, para dar cuenta de los crimenes ocurridos
en la pobreza extrema. El lugar del cronista se define históricamente según sus
relaciones con la policía, la justicia y los delincuentes. En las primeras crónicas del siglo XX vemos
que a veces hay fricciones y enfrentamientos con la policía y la justicia, la
información es el término de una negociación, una disputa, pero generalmente se
llega a un entendimiento; es avanzado el siglo cuando las relaciones se hacen
más tensas, primero porque la búsqueda de la primicia y las exigencias del
oficio provocan rupturas en los pactos entre periodistas y funcionarios, y en ese sentido es un hito “No hay cianuro”,
la crónica en que GGG se introduce de incógnito -con el visto bueno de un
policía, en realidad- en la autopsia del concejal Carlos Ray, y en parte porque los delincuentes comienzan
a tener mayor espacio, como es el caso del notable descargo de Mate Cosido que
publicó la revista Ahora (1940). Desde muy temprano -lo vemos en la Revista
Criminal, de 1873- los cronistas argentinos advirtieron que las historias de
delincuentes atraían al público y aumentaban las ventas. Ese interés es ambiguo
e inquietante, porque asocia sentimientos de fascinación y de rechazo: el
delincuente puede ser representado como el otro radicalmente diferente, el
monstruo ajeno y amenazante para la sociedad -el Petiso Orejudo, Robledo Puch-
pero también como una víctima de la injusticia social, que es empujado al
delito por el mal funcionamiento de las instituciones y aun así actúa con
altruísmo o con arreglo a ciertos valores -Mate Cosido, Jorge Eduardo
Villarino, entre otros. La figura del
cronista, a su vez, suele legitimarse con el aura de la independencia respecto
al policía y al juez y lo que recibe de la literatura (el modelo del detective,
la retórica del relato policial), como si fuera ajeno a los intereses en juego.
En ese marco se distingue precisamente del policía y del juez al presentarse
como alguien capaz de escuchar al delincuente, de darle voz, de reconocerle el
derecho a contar su propia historia. “El túnel de los huesos”, de Ricardo
Ragendorfer, es ejemplar en este sentido.
¿Apareció alguna perla escondida buscando material?
La antología pretende rescatar, junto con las crónicas,
determinados momentos en la historia del género: las primeras publicaciones
dedicadas específicamente a los casos policiales, como la Revista Criminal o
Sherlock Holmes; la experiencia de Delitos y Castigos, una revista de duración
efímera pero fundamental en la evolución y en las características actuales del
género al introducir el periodismo narrativo; la llamada prensa
sensacionalista, la tradición que va de la revista Ahora a ¡Esto!,
habitualmente menospreciada en términos periodísticos, al punto de que durante
mucho tiempo no se creyó conveniente coleccionarlas en bibliotecas públicas, a
diferencia de la “prensa seria”. Incluso el título ¡Extra! Remite a la retórica
de esa prensa, a uno de sus rasgos de estilo, el titular breve y apremiante, de
último momento, cuya crispación refleja las tensiones del hecho policial.
Dentro de las crónicas, destacaría “El periodismo mató a Prieto”, publicada por
la revista Careo, que plantea con gran claridad el dilema del cronista entre
los delincuentes, los policías, los lectores y la competencia periodística y
firma un tal Quinton Blake, que parece un seudónimo de novela policial clase Z;
“Despedidas tumberas” , de Marta Dillon, una
de las excelentes crónicas carcelarias que publicó en Pistas, otra
revista de gran importancia ; “El plato fuerte del diario”, artículo que nos
muestra cómo, ya en 1911, la crónica policial tenía sus especialistas en la
prensa nacional. Y destacaría que Extra es la primera antología de la crónica
policial que se publica en Argentina.
En alguna nota leí que para vos el género policial es el más
cercano a la literatura que hay en el periodismo. ¿Por qué?
Lo decía porque es una cantera de historias en permanente
renovación. A mí, de hecho, me sirvió para escribir varios libros. Pero la
relación es de ida y vuelta: la literatura se abastece de crímenes y casos
excepcionales -empezando por los folletines de Eduardo Gutiérrez, a fines del
siglo XIX- y la crónica toma en préstamo formas narrativas, como el enigma. Los
grandes cronistas recurren frecuentemente a la ficción como referencia y
también para servirse de procedimientos narrativos: Emilio Petcoff, que firmaba
sus crónicas con el seudónimo Fermín Rivas, se inventó un personaje, el
licenciado Pechblenda, con el cual dialogaba sobre los hechos reales en las
crónicas.
Entre los diferentes casos de las crónicas seleccionadas
aparece con frecuencia lo que antes se llamaba “crimen pasional” y ahora se
denomina con la figura de “femicidio”. ¿Cómo se relacionó el periodismo
policial con la violencia hacia las mujeres?
El periodismo policial se relacionó con la violencia hacia
las mujeres con la inconsciencia general del periodismo. Pero con la particularidad de mostrar con mayor
nitidez los valores y las costumbres habitualmente solapadas que constituyen el
contexto que posibilita el femicidio. La cobertura del descuartizamiento de
Alcira Methyger (1955) hoy parece una especie de mundo al revés, donde el
criminal -Jorge Burgos- termina siendo una especie de víctima, y la asesinada una instigadora de su muerte y
la causa de perdición para un honesto trabajador de clase media. Si uno va a
los diarios de la época descubre que los crímenes y la violencia contra las
mujeres -y también la homofobia, con igual o mayor violencia- eran parte de la
crónica diaria, pero la prensa no los
consideraba exactamente como asesinatos, se los morigeraba con un arsenal de
estereotipos y creencias respecto a las mujeres y a las relaciones de pareja
(los celos, las conductas supuestamente impropias, el humor machista sobre las
suegras y la familia, etc., que todavía hoy se puede ver, etc.) Hoy no nos
quedarían dudas de que el asesinato de Oriel Briant (1984) fue un femicidio,
pero en la época no se lo comprendió así porque la violencia contra las mujeres
era todavía parte de la cultura, y así como un comisario de La Plata no tomó en
serio la denuncia de Briant contra Federico Pippo, su esposo, los periodistas,
en general, no profundizaron en lo que hoy nos resulta evidente: los malos
tratos que recibía la víctima.
¿Hubo reflejo de excesos policiales y violencia
institucional? ¿Se registró la represión de la dictadura?
Los excesos policiales y la violencia institucional recorren
la historia criminal argentina y están registrados con mayor o menor desarrollo
en diversos textos de la antología. La denuncia de la represión en la dictadura
en general cae fuera del género, se publica en otras páginas. El mejor registro
de la antología, en ese sentido, está para mí en “El tunel de los huesos”,
donde los presos comunes tropiezan con el fantasma de los desaparecidos.
¿Cómo concibió el periodismo policial al castigo, la prisión
y la eventual reinserción en la sociedad?
Es difícil generalizar. La visita de Soiza Reilly a la
cárcel de Usuhaia y la entrevista de Ragendorfer con los evadidos de Villa
Devoto muestran dos posturas completamente opuestas: el periodista alineado con
el poder y el que escucha a aquellos que habitualmente no tienen espacio en la
prensa y, sin embargo, conocen de primera mano las historias. Las crónicas
carcelarias de Marta Dillon, en particular, publicadas con fotografías de
Adriana Lestido, fueron un acercamiento inédito al mundo de las mujeres presas;
los pedidos para que el Petiso Orejudo no saliera de la cárcel, en otro
extremo, un ejemplo de cómo el periodismo policial permea y a la vez formula el
sentido común represivo, como podemos ver hoy, mutatis mutandis.