En el Grupo LDTA convergen Estela Consigli, Andrés Ehrenhaus, Laura Fólica, Pablo Ingberg, Griselda Mársico y Gabriela Villalba, quienes –entrevistados por PERFIL– solicitan se los cite colectivamente, y analizan: “La actividad de los traductores autorales está regulada por la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Pero la situación es particularmente precaria, porque si bien la ley los considera autores, en los hechos se los trata como simples prestadores de servicios”. Es decir: el trabajo de un traductor es para gran parte de las empresas editoriales una mera provisión de servicios, tal como el que presta una empresa que se encarga de la limpieza o de la repartición de los bidones de agua. Los integrantes del Grupo LDTA explican que bajo la actual normativa “los traductores autorales, que trabajan aislados y no cuentan con ningún tipo de agremiación, suelen verse obligados a aceptar las tarifas y condiciones que les imponen”, y agregan: “Así, la remuneración es muy desproporcionada respecto del esfuerzo, la dedicación y la formación necesarios, los plazos de entrega son demasiado cortos, y no siempre se firman contratos ni se pagan las regalías correspondientes, lo cual redunda en que, con este grado de precariedad laboral y sin un marco regulador coherente, la calidad de las traducciones pende de un hilo”.
En el marco actual, la relación de contraprestación de servicios entre los traductores y los editores se da de la siguiente manera: el traductor recibe un único pago contra entrega de la traducción cuyo uso cede. Saldado el pago, aquel que contrata el servicio de traducción puede ampararse en el artículo 38 de la Ley 11.723 para conservar la propiedad de la obra, pudiendo corregirla, editarla parcial o totalmente, revenderla o archivarla sin tener que informar al traductor ni volver a pagarle. Sobre este tema, los editores del Grupo LDTA señalan: “Este alejamiento del traductor autoral respecto de su obra alienta prácticas injustas en el sistema editorial y resulta absolutamente contrario a la doctrina del derecho de autor”.
El proyecto de ley en cuestión introduce una serie de cambios. Por un lado, establece un límite claro a la cesión de los derechos de uso comercial de la traducción, que sólo pueden cederse mediante contrato escrito, para un uso específico y durante un plazo máximo de diez años. Agotado dicho período, los derechos revierten en el traductor, que puede volver a cederlos por un plazo limitado mediante un nuevo contrato. Además, garantiza que, en virtud de la cesión de esos derechos, el traductor participe en los beneficios que arroje la venta de su obra mediante un porcentaje de las regalías: no inferior al 1% para las ediciones de la traducción en papel, al 2,5% para el caso de su explotación a través de medios digitales, y al 5% cuando, en cualquier formato de edición, se trate de la traducción de obras de dominio público. Por otro lado, el proyecto de ley alienta una serie de medidas de fomento de la traducción en el país, como la creación de un Premio Nacional de Traducción. A su vez, la iniciativa introduce la enumeración de los derechos morales del traductor y la obligación de respetarlos por parte del usuario, así como la puesta en claro de los elementos básicos constitutivos del contrato de traducción, de tal manera que las partes puedan negociar en condiciones de mayor igualdad y conocimiento. Otro punto importante es la visibilización de la figura del traductor en la difusión y promoción de la obra. Al respecto, los editores opinan que “en la práctica se esconde al traductor, con la idea de que el lector ‘olvide’ que lo que está leyendo es una traducción, y este ninguneo cultural suele ser el caldo de cultivo ideal para el ninguneo laboral o tarifario”.
Al momento de indagar acerca de las razones por las cuales el proyecto de ley quedó congelado, no son pocos quienes apuntan a un lobby de los grandes jugadores del mercado. Juan Ignacio Boido, director local de Random House, fija la postura del gigante: “La propiedad intelectual está renegociando sus alcances. En Alemania se dispuso un proyecto de ley de traducción tras consensuar un escenario viable, que fomente el trabajo además de protegerlo. En España, la situación de los traductores también está legislada. Este proyecto va en esa dirección. Y considerando la larga y excelente tradición de traducción que tiene la Argentina, me parece bien y necesario. Una editorial sólo se puede beneficiar si hay traductores protegidos, que puedan vivir del trabajo acumulado a lo largo de los años, y dedicados a su oficio”. Otro de los escollos que se supone complicarían el apoyo de los grandes grupos editoriales es el costo extra que sumaría la participación de los traductores en las regalías. “Es cierto que cargaría al libro con un costo extra –señala Boido–. Pero en muchos libros Random ya paga derechos de traducción. Los libros de pocas ventas son los casos más delicados. Hay ensayos o ficciones muy literarias que sólo se pueden traducir con la de los estados. Otros, repartiendo el costo entre todo Hispanoamérica. Si se puede encontrar una manera de que sean viables y a la vez los traductores puedan cobrar más si al libro le termina yendo bien, bienvenida”.
Los apoyos del ámbito editorial y cultural
Son hasta ahora más de 1.600 las adhesiones personales de traductores, escritores, pensadores, lingüistas, editores, docentes, estudiantes y profesionales del área de la cultura en general al proyecto de ley. Entre los apoyos institucionales aparecen la Academia Argentina de Letras, la Sociedad Argentina de Escritores, el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, el Instituto Goethe; las Asociaciones de traductores de España, Cataluña, Austria, Alemania, Canadá; los departamentos de las carreras de Letras y de Filosofía de la UBA; editoriales como Mansalva, Eterna Cadencia, Caja Negra, Mardulce, Godot, El 8vo. loco, entre otras.
La editora Leonora Djament, de Eterna Cadencia, señala: “Un traductor es también un autor de la obra que traduce, en la medida en que hace un trabajo muy específico –político y estético a la vez– sobre la lengua y sobre la tradición. Por lo tanto, ese estatuto debe estar reflejado necesariamente en los contratos que los traductores firman con las editoriales. Y es necesario reglamentar esa relación que también es de potestad sobre la obra traducida, con todos los derechos pero también todas las obligaciones que eso conlleva”.
Ana Ojeda, escritora y editora de El 8vo. loco, destaca: “Considero la labor de los traductores a la vez muy esforzada e invisibilizada. Son puentes culturales fundamentales, muchas veces las puertas de ingreso de autores y textos desconocidos. Considero al traductor un segundo autor. Hoy se les paga poco, a veces ni siquiera se los menciona en la portada, o se los consigna en las primeras páginas del libro pero no en la tapa. Si a la traducción le va bien gana el editor, gana el autor, gana la editorial, pero para el traductor es lo mismo que si hubiera sido un fracaso. Creo que con la ley algunas de estas cosas, y sobre todo la mentalidad que subyace, podrían empezar a cambiar”.
Por su parte, la socióloga y escritora María Pía López reflexiona al respecto: “No leemos a un autor de otra lengua directamente, sino que leemos al traductor o traductora de esa obra, que vuelve a crearla en otra lengua. La cultura argentina se forjó, en muchos momentos, alrededor de traducciones. Tuvo una industria editorial potente y traductores muy relevantes, como Bianco para Henry James, o Salas Subirat para Joyce, o Benjamín de Garay para Da Cunha. No eran traductores colegiados sino escritores y expertos en las lenguas. Por eso, no hay que aceptar límites corporativos. La traducción literaria es otra cosa. Actualmente hay un gran movimiento de generar traducciones locales, pero sin provincianismos. A los que no cesamos de incordiarnos con las traducciones españolísimas de Anagrama nos alegra ese cosmopolitismo con entonación local. La ley no reconoce sólo derechos a los traductores sino que incentiva este movimiento necesario”.
Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el 26 de junio de 2016
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