lunes, 31 de julio de 2017

El violento oficio de escribir la violencia

Los periodistas Osvaldo Aguirre y Javier Sinay acaban de publicar una extensa antología comentada de la crónica policial argentina. Desde los inicios hasta nuestros días, las tensiones y conflictos que rodean la tarea de relatar hechos policiales, asesinatos, violaciones, descuartizamientos, desapariciones y vidas carcelarias.

Jacobo Fiorini era un reconocido retratista italiano. Desembarcó en Buenos Aires en 1829. Destacados personajes de la época posaron para él: militares, políticos, escritores y artistas posaron para él en su taller, lo cual lo recompensó con cierto renombre. A raíz de tal fama, la acomodada familia Sacarrán le ofreció un casamiento arreglado con la quinceañera Clorinda. La muchacha, claro, no estaba de acuerdo. Pero a nadie le importó, y el matrimonió se realizó de todas maneras. Así fue como Clorina forjó durante su convivencia con Fiorini un romance secreto con el capataz de la quinta que habitaban. Entre ambos, planearon y ejecutaron el crimen del pintor, a quien enterraron en el fondo del mismo predio. El homicidio fue descubierto, y los asesinos juzgados. Si bien existen antecedentes previos, Osvaldo Aguirre y Javier Sinay, compiladores de ¡Extra! Antología de la crónica policial argentina, coinciden en señalar al crimen de Fiorini como el caso inaugural para la historia del periodismo policial argentino: fue el primer homicidio que mantuvo a prensa y público atentos a las novedades durante días. Desde entonces, el género transitó un sinuoso camino, del que da cuenta la antología recientemente publicada.

Con el crecimiento exponencial de las ciudades en la segunda mitad del siglo XIX, la inmigración masiva y la expansión de los oficios y la vida moderna, rápidamente se gestó un público ávido de entretenimiento: “Desde muy temprano, como lo vemos en la Revista Criminal, de 1873, los cronistas argentinos advirtieron que las historias de delincuentes atraían al público y aumentaban las ventas. –analiza el periodista y escritor Osvaldo Aguirre-. Ese interés es ambiguo e inquietante, porque asocia sentimientos de fascinación y de rechazo: el delincuente puede ser representado como el otro radicalmente diferente, el monstruo ajeno y amenazante para la sociedad, como los ejemplos del Petiso Orejudo y de Robledo Puch”. 



El género, tal como queda reflejado en esta antología (es la primera compilación rigurosa y comentada del género que ve la luz), atravesó diversas etapas, en las que la crónica mostró distintos perfiles ideológicos. Así lo analiza Aguirre: “La ideología del periodismo policial forma parte de la ideología dominante en cada época. La reproduce con dramatismo, la exacerba, como podemos ver hoy en el sentido común alrededor de la inseguridad, en buena medida resultado de la prédica cotidiana de parte del periodismo”.    

Otro aspecto notable es el tratamiento que le dio el periodismo a la violencia hacia la mujer. Hay en la actualidad un consenso generalizado en el empleo de la figura de “femicidio”, luego de su introducción por Ley en el código penal en 2012, pero se trata de algo relativamente nuevo. Como es posible notar en ¡Extra!..., la mayoría de las veces los periodistas escribieron sobre “crímenes pasionales”, motivados por “celos desmedidos” o por “arranques de pasión”: “El periodismo policial se relacionó con la violencia hacia las mujeres con la inconsciencia general del periodismo, con la particularidad de mostrar con mayor nitidez los valores y las costumbres habitualmente solapadas que constituyen el contexto que posibilita el femicidio. La cobertura del descuartizamiento de Alcira Methyger, en 1955, hoy parece una especie de mundo al revés, donde el criminal, Jorge Burgos, termina siendo una especie de víctima, y  la asesinada una instigadora de su muerte y la causa de perdición para un honesto trabajador de clase media”, detalla Aguirre.

Varios interrogantes atraviesan el libro. Tal vez, el principal sea el que se pregunta por el lugar del cronista: ¿Se ubica cerca del policía o cerca del reo? ¿Es posible la equidistancia? Al respecto, Aguirre plantea que “el lugar del cronista se define históricamente según sus relaciones con la policía, la justicia y los delincuentes. Gustavo Germán González, el periodista de Crítica, decía que el cronista policial escribe entre los policías y los delincuentes, se mueve en una zona gris donde es difícil mantenerse como observador externo”. Otras tensiones sobre las que se trabaja son la relación de la crónica policial con la literatura y sus recursos en la construcción de los personajes; las diversas concepciones de la ley, las transgresiones y el castigo, y los distintos modos de violencia institucional, siempre presente en el accionar de las fuerzas policiales.

            El libro está estructurado en seis capítulos, cada uno de los cuales se abre con un texto crítico de los compiladores, que coloca en contexto las crónicas y fundamentan teórica y periodísticamente el recorte aplicado. La antología cuenta con varias perlas, como las crónicas de Gustavo Germán González y de Roberto Arlt para Crítica, el texto sobre el penal de Ushuaia de Juan José de Souza Relly para Caras y Caretas, el de Osvaldo Soriano sobre el caso Robledo Puch; y las plumas de Ricardo Ragendorfer (El túnel de los huesos, El cadáver de Rodrigo), Marta Dillon (Despedidas tumberas) y Rodolfo Palacios (Confesiones de un viejo indecente, Qué pretende usted de mí), como exponentes recientes del género a través de un trabajo narrativo y por momentos literario de los perfiles de los asesinos. 


(Publicado en el suplemento de Cultura del diario Perfil. A continuación, reproducimos la entrevista completa con Osvaldo Aguirre, de la cual surgen los extractos introducidos en la nota)


JFG: ¿Por qué te interesa el género policial en particular? ¿Cómo apareció esa inclinación en tu vida?

OA: Me inicié en el periodismo como cronista policial, en el diario La Capital, de Rosario,  y trabajé diez años en esa sección, hasta 2003. En ese período comencé a interesarme por los temas de historia criminal, sobre los cuales hice varios libros y en los que continúo trabajando. También entonces empecé a conocer y a estudiar el género de la crónica policial. Uno de mis primeros trabajos, en este sentido, fue para Barrio Jalouin (1993), una revista de aparición fugaz que dirigieron Elvio Gandolfo y Christian Kupchik, para la cual coordiné  un número dedicado a crímenes y entrevisté a Enrique Sdrech, Francisco Loiácono -el director de ¡Esto!- y el comisario Jorge Colotto. Recuerdo también en esa época la lectura de Crímenes ejemplares, de Max Aub, un libro que recogía declaraciones de asesinos, extraordinario. Me interesa el género policial como lector, como escritor, como investigador.

¿Es posible detectar lineamientos políticos o ideológicos a lo largo del desarrollo del periodismo policial?

Por supuesto.  En principio habría que distinguir entre actitudes o posicionamientos de algunos periodistas, que pueden desmarcarse del perfil de los medios donde publican sus notas, y el enfoque de los medios gráficos sobre el crimen, que es a su vez cambiante en el curso de la historia y que generalmente presenta ambigüedades y contradicciones, sobre todo en el relato sobre el hecho de alto impacto, que moviliza reacciones sociales y genera corrientes de opinión de signo diverso. La ideología del periodismo policial forma parte de la ideología dominante en cada época. La reproduce con dramatismo, la exacerba, como podemos ver hoy en el sentido común alrededor de la inseguridad, en buena medida resultado de la prédica cotidiana de parte del periodismo. Yendo hacia atrás, las crónicas de José Sixto Alvarez, Fray Mocho, en Caras y Caretas, son complementarias de su trabajo como jefe de Investigaciones de la policía de Buenos Aires: están concebidas con el mismo objeto de conocer el modus operandi y las costumbres de los delincuentes que encontramos en su Galería de ladrones de la capital, una especie de edición de prontuarios que impulsó como policía. También hay posturas reactivas, como la del diario Crítica en la década de 1920, cuando ofrece sus páginas a los anarquistas perseguidos por la policía para que hagan sus descargos. En la antología, a propósito del asalto al pagador del Hospital Rawson, publicamos crónicas de Crítica y La Razón, para mostrar ese choque de posiciones sobre un mismo episodio y sus protagonistas. Otro caso ejemplar de contestación fue la sección policiales del diario Noticias (1973-1974), editada por Rodolfo Walsh, que hacía un seguimiento metódico de las ejecuciones policiales y, según cuentan sus redactores,  estaba pensada sobre la base de que los hechos policiales integran la trama de la política.

¿Cuáles fueron los principales lugares desde los cuales escibió el cronista? ¿Cerca del policía, cerca del reo, observador externo? ¿Se pueden detectar tradiciones o lineamientos generales en ese sentido?

Gustavo Germán González, el periodista de Crítica, decia que el cronista policial escribe entre los policías y los delincuentes, se mueve en una zona gris donde es difícil mantenerse como observador externo.  A lo largo de la historia podemos ver distintas actitudes: Juan José de Soiza y Reilly, en la terrible entrevista al Petiso Orejudo que publicamos en la antología, se ubica del lado de los carceleros; Emilio Petcoff, uno de los mejores escritores del género, decía que él no necesitaba ir a la comisaría, que le bastaba hablar con los protagonistas, los testigos, los vecinos; en una nota como “Los asesinos de taxistas eran amorales”, también en la antología, la revista Así registra involuntariamente la homofobia de mediados de los años 50; Martha Ferro acuñó la expresión “policial tramontina”, para dar cuenta de los crimenes ocurridos en la pobreza extrema. El lugar del cronista se define históricamente según sus relaciones con la policía, la justicia y los delincuentes.  En las primeras crónicas del siglo XX vemos que a veces hay fricciones y enfrentamientos con la policía y la justicia, la información es el término de una negociación, una disputa, pero generalmente se llega a un entendimiento; es avanzado el siglo cuando las relaciones se hacen más tensas, primero porque la búsqueda de la primicia y las exigencias del oficio provocan rupturas en los pactos entre periodistas y funcionarios,  y en ese sentido es un hito “No hay cianuro”, la crónica en que GGG se introduce de incógnito -con el visto bueno de un policía, en realidad- en la autopsia del concejal Carlos Ray,  y en parte porque los delincuentes comienzan a tener mayor espacio, como es el caso del notable descargo de Mate Cosido que publicó la revista Ahora (1940). Desde muy temprano -lo vemos en la Revista Criminal, de 1873- los cronistas argentinos advirtieron que las historias de delincuentes atraían al público y aumentaban las ventas. Ese interés es ambiguo e inquietante, porque asocia sentimientos de fascinación y de rechazo: el delincuente puede ser representado como el otro radicalmente diferente, el monstruo ajeno y amenazante para la sociedad -el Petiso Orejudo, Robledo Puch- pero también como una víctima de la injusticia social, que es empujado al delito por el mal funcionamiento de las instituciones y aun así actúa con altruísmo o con arreglo a ciertos valores -Mate Cosido, Jorge Eduardo Villarino, entre otros.  La figura del cronista, a su vez, suele legitimarse con el aura de la independencia respecto al policía y al juez y lo que recibe de la literatura (el modelo del detective, la retórica del relato policial), como si fuera ajeno a los intereses en juego. En ese marco se distingue precisamente del policía y del juez al presentarse como alguien capaz de escuchar al delincuente, de darle voz, de reconocerle el derecho a contar su propia historia. “El túnel de los huesos”, de Ricardo Ragendorfer, es ejemplar en este sentido.

¿Apareció alguna perla escondida buscando material?

La antología pretende rescatar, junto con las crónicas, determinados momentos en la historia del género: las primeras publicaciones dedicadas específicamente a los casos policiales, como la Revista Criminal o Sherlock Holmes; la experiencia de Delitos y Castigos, una revista de duración efímera pero fundamental en la evolución y en las características actuales del género al introducir el periodismo narrativo; la llamada prensa sensacionalista, la tradición que va de la revista Ahora a ¡Esto!, habitualmente menospreciada en términos periodísticos, al punto de que durante mucho tiempo no se creyó conveniente coleccionarlas en bibliotecas públicas, a diferencia de la “prensa seria”. Incluso el título ¡Extra! Remite a la retórica de esa prensa, a uno de sus rasgos de estilo, el titular breve y apremiante, de último momento, cuya crispación refleja las tensiones del hecho policial. Dentro de las crónicas, destacaría “El periodismo mató a Prieto”, publicada por la revista Careo, que plantea con gran claridad el dilema del cronista entre los delincuentes, los policías, los lectores y la competencia periodística y firma un tal Quinton Blake, que parece un seudónimo de novela policial clase Z; “Despedidas tumberas” , de Marta Dillon, una  de las excelentes crónicas carcelarias que publicó en Pistas, otra revista de gran importancia ; “El plato fuerte del diario”, artículo que nos muestra cómo, ya en 1911, la crónica policial tenía sus especialistas en la prensa nacional. Y destacaría que Extra es la primera antología de la crónica policial que se publica en Argentina.

En alguna nota leí que para vos el género policial es el más cercano a la literatura que hay en el periodismo. ¿Por qué?

Lo decía porque es una cantera de historias en permanente renovación. A mí, de hecho, me sirvió para escribir varios libros. Pero la relación es de ida y vuelta: la literatura se abastece de crímenes y casos excepcionales -empezando por los folletines de Eduardo Gutiérrez, a fines del siglo XIX- y la crónica toma en préstamo formas narrativas, como el enigma. Los grandes cronistas recurren frecuentemente a la ficción como referencia y también para servirse de procedimientos narrativos: Emilio Petcoff, que firmaba sus crónicas con el seudónimo Fermín Rivas, se inventó un personaje, el licenciado Pechblenda, con el cual dialogaba sobre los hechos reales en las crónicas.

Entre los diferentes casos de las crónicas seleccionadas aparece con frecuencia lo que antes se llamaba “crimen pasional” y ahora se denomina con la figura de “femicidio”. ¿Cómo se relacionó el periodismo policial con la violencia hacia las mujeres?

El periodismo policial se relacionó con la violencia hacia las mujeres con la inconsciencia general del periodismo.  Pero con la particularidad de mostrar con mayor nitidez los valores y las costumbres habitualmente solapadas que constituyen el contexto que posibilita el femicidio. La cobertura del descuartizamiento de Alcira Methyger (1955) hoy parece una especie de mundo al revés, donde el criminal -Jorge Burgos- termina siendo una especie de víctima, y  la asesinada una instigadora de su muerte y la causa de perdición para un honesto trabajador de clase media. Si uno va a los diarios de la época descubre que los crímenes y la violencia contra las mujeres -y también la homofobia, con igual o mayor violencia- eran parte de la crónica diaria,  pero la prensa no los consideraba exactamente como asesinatos, se los morigeraba con un arsenal de estereotipos y creencias respecto a las mujeres y a las relaciones de pareja (los celos, las conductas supuestamente impropias, el humor machista sobre las suegras y la familia, etc., que todavía hoy se puede ver, etc.) Hoy no nos quedarían dudas de que el asesinato de Oriel Briant (1984) fue un femicidio, pero en la época no se lo comprendió así porque la violencia contra las mujeres era todavía parte de la cultura, y así como un comisario de La Plata no tomó en serio la denuncia de Briant contra Federico Pippo, su esposo, los periodistas, en general, no profundizaron en lo que hoy nos resulta evidente: los malos tratos que recibía la víctima.

¿Hubo reflejo de excesos policiales y violencia institucional? ¿Se registró la represión de la dictadura?

Los excesos policiales y la violencia institucional recorren la historia criminal argentina y están registrados con mayor o menor desarrollo en diversos textos de la antología. La denuncia de la represión en la dictadura en general cae fuera del género, se publica en otras páginas. El mejor registro de la antología, en ese sentido, está para mí en “El tunel de los huesos”, donde los presos comunes tropiezan con el fantasma de los desaparecidos.

¿Cómo concibió el periodismo policial al castigo, la prisión y la eventual reinserción en la sociedad?

Es difícil generalizar. La visita de Soiza Reilly a la cárcel de Usuhaia y la entrevista de Ragendorfer con los evadidos de Villa Devoto muestran dos posturas completamente opuestas: el periodista alineado con el poder y el que escucha a aquellos que habitualmente no tienen espacio en la prensa y, sin embargo, conocen de primera mano las historias. Las crónicas carcelarias de Marta Dillon, en particular, publicadas con fotografías de Adriana Lestido, fueron un acercamiento inédito al mundo de las mujeres presas; los pedidos para que el Petiso Orejudo no saliera de la cárcel, en otro extremo, un ejemplo de cómo el periodismo policial permea y a la vez formula el sentido común represivo, como podemos ver hoy, mutatis mutandis.

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