El poder de la
buena poesía reside en su capacidad de crear nuevas asociaciones de sentido, en
la articulación de ritmo y sonido, en el ensanchamiento de los límites de lo
posible. Dotada de una sensibilidad rebelde, puede desnudar los objetos para
ponerlos frente al lector como si los pensara por primera vez.
En
el prólogo de De padres e hijos en el
ciclo del tiempo, Alejandro Rozichner sugiere que las piezas de texto
fueron escritas como una actividad secundaria, sin gran elaboración. Su
objetivo: “escribir en versos lo que surgiera”. También confiesa que su
voluntad era escribir otro libro y no el que el lector tiene frente a sus ojos.
Extraño comienzo.
Afirmados
sobre las reflexiones acerca de la vida y la muerte, propiciadas por el crecimiento
de sus tres hijos y por el reciente fallecimiento de sus padres (entre ellos,
León Rozichner, uno de los filósofos más arriesgados y comprometidos que vio la
Argentina), los versos aquí reunidos están compuestos por una serie de
anotaciones volátiles, ideas disociadas y con llanos referentes inmediatos. Por
ejemplo: “Alalalalong/ y una copa de tinto en la barra/ pueden/ ser cosas que
cambien/ un poco/ la situación/ alalalalong/ la situaciong” (textual). O por
caso: “Me duele/ el puto/ tobillo/ no hay nadie/ en el consultorio”.
Pero
no todo es alalalalong y salas de espera. Hay intención de dar cuenta de una
filosofía de vida renovada, centrada en lo cotidiano. Una simpleza que se
refleja en la escasa ornamentación de los textos. Se declara feliz, Rozitchner.
Lo cual, claro, es celebrable. Después de todo, la poesía suele estar más veces
en el lugar del lamento que en el del festejo. Es curioso, sin embargo, como
está definido de antemano que la alegría cotidiana de alguien con cierta fama
televisiva, sin más esfuerzo, debería ser objeto del interés de los
lectores.
Publicado en el suplemento de Cultura de Perfil el domingo 3 de junio de 2012
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