viernes, 30 de marzo de 2012

La lengua popular


Como bola sin manija. Como pingüino en el Ecuador. Como “ciertos personajes inventados por el sinvergüenza de Luis Buñuel”. Fiel a la bebida y a “algunos yerbajos, para seguir arrastrando el triste carpacho por los andurriales de esta perra vida”. Descolocada y tragicómica, habladora y caribeña. Sin rumbo aparente, narradora privilegiada de un mundo caótico que parece desmoronarse a cada paso, transcurre sus días Zeta, la protagonista de Cien botellas en una pared, de la cubana Ena Lucía Portela. Por primera vez, se edita en Argentina un título perteneciente a esta joven oriunda y residente de la capital cubana, erigida como una voz novedosa y alejada de falsas pretensiones de erudición. Aquí, Portela presenta una mirada localista, arraigada en las calles de La Habana y alejada de los muchos estereotipos asociados a la mítica de esa ciudad.
Zeta es la última muchacha en el abecedario de las chicas de La Habana: pobre y bebedora, come con voracidad y su figura se deforma ante la belleza de sus amigas, tolera sumisa los golpes de su pareja (Moisés, un soberbio misógino que sólo gusta de refunfuñar y denigrar a cuantas personas pueda), observa pasiva desde “un trapecio sin red que amortigüe la caída”. Zeta es puro presente, goce irresponsable, sin atención a futuro alguno. Disfruta del sexo a tal punto que no recuerda haber sido virgen. El contexto es el de la Cuba post caída de la Unión Soviética, un período especialmente difícil para el entonces gobierno de Fidel Castro, en el cual se vio afectada buena parte de sus relaciones comerciales, situación que se sumó al bloqueo económico impuesto por Estados Unidos. Así, en una ciudad que augura más incertidumbres que certezas, que poco tiene en común con la imagen idealizada de la Habana turística, se desarrolla un triángulo compuesto de violencia y placer, que la narradora sostiene con Moisés y con su amiga Linda, feminista empedernida y lesbiana evangelizadora, que incita a comer guayabas en un mundo que programa a las personas para adorar a los mangos.
El insumo central del que se nutre la autora para trazar el estilo de la novela es el habla popular cubano. Allí es donde radica su principal virtud: Portela escribe con una coloquialidad hilarante, rica en comparaciones ridiculizantes, expresiones fosilizadas, humor negro y en vocabulario local, cuya presencia frecuente y cadencia caribeña enriquecen al texto y sellan su impronta realista. Ese grado de picardía sólo atribuible al ingenio callejero se adueña del fluir de la conciencia de Zeta, que narra sus peripecias como ladrona de autos, como contrabandista de habanos y su convivencia con un cerdo en una pequeña habitación, entre otras escenas que se intercalan con la trama central que la tiene como objeto de los golpes de su pareja y confidente de Linda.
La novela habilita una lectura en clave feminista, en tanto lo masculino aparece ligado al encierro, al abuso de un poder autoproclamado y a la imposibilidad de desarrollo, mientras que lo femenino es rebeldía, violación de las normas, acción y adrenalina. Hay en las páginas de Cien botellas en una pared una crítica frontal a los vestigios de una sociedad patriarcal y machista que aún pervive en ciertos sectores de América Latina. Tiene algo de escritora maldita, Portela: la violencia, lo sucio, lo prohibido, aquello que la hegemonía cultural –del país que sea- busca normalmente invisibilizar, constituye el núcleo temático que la obsesiona y que motiva su obra.    



Portela básico    
Ena Lucía Portela nació en La Habana en 1972. Obtuvo en 1997 el Premio Cirilo Villaverde de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba con su novela El pájaro: pincel y tinta china. Cien botellas contra la pared ganó en 2002 el Premio Jaén de Novela de la Caja de Ahorros de Granada. A su vez, luego de ser publicada en Francia, fue distinguida por la crítica de ese país con el Prix Deux Océans-Grinzane Cavour, que selecciona cada dos años la mejor novela latinoamericana publicada en Francia. Cuando tenía 21 años, fue diagnosticada con Parkinson, enfermedad que la acompaña hasta el día de hoy: “A los 35 años estoy peor que a los 20, pero no mucho peor. Con la medicación adecuada, aún me las apaño para llevar una vida menos infeliz que la de muchos prójimos con salud de hierro”, sostiene.


(Publicado en revista Ñ el sábado 31 de marzo de 2012) 

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